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Familia, sociedad y fe cristiana

Entre todas las instituciones humanas, la familia ha sido considerada como la más fundamental. Para la mayoría de personas el término apenas necesita definición, pese a la diversidad de formas que la familia ha mostrado a lo largo de la historia. Casi la totalidad de seres humanos que vivimos en el mundo nacimos en el seno de una entidad familiar y entendemos qué es sin necesidad de explicaciones.
Sin embargo, la evolución sociológica de las últimas décadas plantea en muchos países cuestiones nuevas que afectan a la familia hasta el punto de configurar modelos nuevos de la misma. En opinión de muchos, una ampliación del concepto equivale a una adulteración del mismo. De ahí la conveniencia de aclarar lo que entendemos por familia.

Significación y beneficios que reporta

El diccionario de la Real Academia de la Lengua define la familia como «grupo de personas emparentadas entre sí que viven juntas». Más completa es la definición que la presenta como «institución creada por el matrimonio y compuesta esencialmente por progenitores y procreados, pudiendo participar también otras personas, conviventes o no, unidas por lazos de sangre o por sumisión a una misma autoridad» (Monitor). En su manifestación más reducida la familia está compuesta por el matrimonio y sus hijos (familia nuclear; es la más común en nuestros días). Pero en otras épocas ha sido común la familia extensa, integrada por componentes de tres generaciones (abuelos, padres e hijos-nietos), con adición en algunos casos de personas con otro grado de parentesco o incluso carentes de consanguinidad que han quedado incorporados a la entidad familiar en virtud de sus servicios (siervos). El modelo de familia extensa aparece con frecuencia en la Biblia, especialmente en el Antiguo Testamento.
En cualquier caso el grupo familiar es, como decía Aristóteles, «una convivencia querida por la naturaleza misma para los actos de la vida cotidiana». Por un lado responde a exigencias biológicas (instinto sexual, de procreación y de conservación) y psicológicas (necesidad de amar y sentirse amado, creatividad, etc.). Por otro es decisivo para una integración positiva en el seno de la sociedad. Familias sanas contribuyen singularmente a la creación de una sociedad sana. Familias rotas o en conflicto fomentan la agresividad dentro de la comunidad social. Se ha dicho, con razón, que las especies animales que no tienen familia carecen también de sociedad.
Cuando la familia se desarrolla en una atmósfera de comprensión, tolerancia, solidaridad y amor por parte de sus miembros, éstos adquieren mayor madurez y equilibrio psíquico. Disfrutan de los grandes beneficios que sólo en la familia se pueden hallar: protección, provisión para las necesidades básicas, apoyo, afecto, comunicación franca, estímulo generador de iniciativas y decisiones propias. Puede considerarse dichosa la persona que ha nacido y crecido en un hogar en que se dan esas características. Y digna de lástima la que ha carecido de ellas y se ha visto zarandeada por las múltiples influencias perniciosas que amenazan de continuo a la sociedad de nuestro tiempo.

Peligros que amenazan a la familia

Podemos dividirlos en internos y externos. Los primeros son los que tienen su origen en la propia familia. Los segundos son propios del estilo de vida de la sociedad en cada momento histórico: sus valores, sus gustos, sus aspiraciones. Los peligros internos probablemente son inevitables. Los seres humanos, sin excepción, somos imperfectos, y la imperfección puede deteriorar seriamente las relaciones familiares, tanto las conyugales como las paternofiliales. Los defectos de la pareja pueden disimularse más o menos antes del matrimonio, pero no después de haberse contraído. Todos poseemos rasgos displicentes, aristas de carácter que hieren o molestan; a la larga pueden parecer insoportables a quien los sufre. Cuando no hay la suficiente comprensión, tacto y paciencia, cuando no se practica la comunicación franca, abierta incluso a las cuestiones más íntimas, la idea de poner fin a la situación con la ruptura del matrimonio puede llegar a ser obsesiva.
Es también frecuente el problema matrimonial cuando uno de los cónyuges -o ambos- afirman haber perdido la ilusión del amor que los unió por la fuerza del «flechazo» ¿Por qué seguir soportando una situación de tedio e insatisfacción, de la que nada positivo puede ya esperarse, en vez de buscar nuevas oportunidades? Con harta frecuencia esta disyuntiva obedece a una confusión: se tiene por amor lo que es simple enamoramiento, reducido a mero sentimiento romántico. No hay en él idea de pacto, de compromiso, de fidelidad a prueba de dificultades y roces.
Otro peligro es el que nace de un egoísmo radical, no sólo en lo que concierne al orden laboral o económico, sino en la concepción misma del matrimonio, que no es visto como la unión integral de hombre y mujer («serán los dos una sola carne», Gn. 2:24), sino como la simple convivencia bajo el mismo techo de dos personas que paralelamente viven con independencia su vida profesional y de relación exterior. Se aspira a mantener a todo costa la autonomía individual que permita una plena «realización» (palabra de moda) de la persona, sin cortapisas tradicionales más o menos cercenadoras de la libertad de cada uno.
En algunos casos, la amenaza surge de una concepción hedonista del matrimonio, no sólo en lo que concierne a la experiencia sexual, sino también en la propensión al consumismo. Cuando se considera insuficiente la satisfacción de las necesidades básicas de tipo biológico o doméstico y se suspira ávidamente por cosas más modernas, más vistosas, más sofisticadas, más caras, más generadoras de ilusión, frecuentemente se cae en la trampa de convertir lo material en un ídolo al que se sacrifican los valores más dignificantes del ser humano. Este error, si no se corrige a tiempo, suele tener consecuencias funestas. Lo fundamental para el bienestar de la familia no es lo que tenemos, sino lo que somos.
Problema familiar asimismo grave, especialmente en la relación entre padres e hijos, es el causado por la incorporación de la mujer al trabajo fuera del hogar. Ampliamos aquí lo ya mencionado. Es verdad que en no pocos casos las complicadas circunstancias de la vida, horriblemente encarecida, obliga al matrimonio a sumar ingresos mediante actividad laboral económicamente retribuida de ambos. Pero es igualmente cierto que la inserción de la mujer en el mundo del trabajo con frecuencia se debe a la influencia de un feminismo mal entendido que la lleva a buscar primordialmente su plena «realización» y su independencia a todos los niveles. Pero inevitablemente la dedicación con horario laboral normal a actividades fuera de casa equivale a imposibilidad de atender adecuadamente a sus labores domésticas (con la consiguiente tensión e irritabilidad) y, si es madre, dar a sus hijos lo que más necesitan: su presencia, su cuidado, su instrucción, su ayuda. Es muy triste ver en nuestros días, especialmente en los países occidentales, tantos huérfanos de madres vivas. Señalamos esto con respeto y profunda simpatía hacia muchas mujeres que, conscientes de la prioridad que debe otorgarse a los hijos, se ven atenazadas por diferentes circunstancias que las obligan a trabajar en un empleo fuera de casa. Ello les produce un problema de conciencia y un gran malestar. Sabemos que, como nos ha manifestado una comunicante, en tales casos «la madre que ha de dejar sus hijos en guarderías o con canguros lo pasa muy mal». Tales madres merecen compasión y, dentro de lo posible, ayuda. Pero esta salvedad no excluye la conveniencia de que no sólo la mujer, sino la pareja, se plantee objetiva y honestame, como delante de Dios, si el trabajo de ella fuera del hogar es realmente una necesidad o si obedece a otros móviles. Es mucho lo que está en juego. Por supuesto, también es mucho lo que puede decirse sobre la responsabilidad del hombre en relación con su familia. Cuando, por ejemplo, el padre, cansado del trabajo, llega a casa y sólo piensa en relajarse y descansar, dejando a la esposa toda la carga de la casa y de los hijos, está socavando peligrosamente los cimientos de la armonía familiar.
Al considerar toda esta problemática se puede tener en cuenta que los gobiernos de algunos países, conscientes de ella, han tratado de aminorar sus efectos mediante subvenciones y ventajas fiscales, y con facilidades de horario para la mujer. Pero tales medidas son a todas luces insuficientes, pues no atajan el mal en su raíz. Algunos padres creen resolver el problema enviando sus hijos a guarderías y colegios casi desde que nacen. Cuantas más horas del día y más días del año estén en esos lugares, más tranquilos y descansados se sienten ellos. Una vez más, puro egoísmo. No se preguntan si en esos centros de acogida y enseñanza rigen criterios pedagógicos inteligentes. Por otro lado, no comprenden que son ellos mismos lo que el niño necesita y quiere, que nada ni nadie puede sustituirlos. Privar a los niños del refugio paterno-materno durante todo el día es, con excesiva frecuencia, dejarlos a la intemperie social, expuestos a influencias de dudoso signo. A nadie debe sorprender que esos niños, llegados a la adolescencia, se inicien en formas de comportamiento antisociales o autodestructivas (uso y abuso de bebidas alcohólicas, tabaquismo, drogadicción, delincuencia juvenil).
Cualesquiera que sean las circunstancias familiares, los esposos deben plantearse muy seriamente su orden de prioridades, si deben proseguir con el mismo que tienen establecido (independencia y autorrealización de los cónyuges por encima de toda otra consideración) o si a nivel humano han de dar el primer lugar al cultivo de su propia relación matrimonial y al desempeño de sus funciones como padres. Es preferible afrontar una nueva etapa con mayor escasez económica que ver cómo aumenta el distanciamiento entre marido y mujer y/o cómo los hijos van presentando de día en día problemas nuevos, tan inesperados como complicados.
También es necesario ponerse en guardia contra los peligros del exterior. Las corrientes de pensamiento y las pautas de comportamiento actuales en la mayoría de países occidentales tienen efectos nefastos en las masas. Algunos medios de comunicación -la televisión particularmente- no se distinguen por una labor instructiva que promueva la cultura y exalte valores éticos sanos. Más bien fomentan la pasividad, el aborregamiento, el consumismo, la competencia salvaje, la violencia, la utopía amorosa presentada por las revistas del corazón, etc. Esa influencia somete a la familia a la acción de una poderosísima fuerza centrífuga que tiende a arruinar su cohesión. A ella debe oponerse la fuerza centrípeta de principios sólidos y actitudes constructivas.

Los valores de la fe cristiana

Asentados en el testimonio de la Sagrada Escritura, esos valores constituyen el fundamento más sólido de la vida familiar. En el concepto que de la familia se tiene en el Antiguo Testamento sobresale la idea de solidaridad y participación de los miembros en una común fe (Jos. 24:15). Esa fe debía basarse en «la ley de Yahvéh», la palabra de Dios con sus promesas y sus mandamientos. Por eso el hogar debía convertirse en una escuela en la que el conocimiento del Señor se transmitiese de padres a hijos (Dt. 4:9; Dt. 6:6-7; Dt. 11:18-19; Pr. 1:7-8). En el Nuevo Testamento la familia -frecuentemente extensa- no ocupa el lugar supremo; este lugar corresponde a Cristo (Mt. 10:37). Pero las relaciones entre sus miembros pueden alcanzar cotas muy elevadas de armonía y bienestar. Está cimentada en el orden establecido por la revelación bíblica, en el que se combinan equilibradamente igualdad, subordinación y abnegación. Todos sus elementos en la relación conyugal y en la paternofilial están aglutinados por un amor que es reflejo del de Cristo (Ef. 5:21-6:9). Este amor está magistralmente descrito en 1 Co. 13:4-8: «es paciente, servicial..., no busca su propio interés..., no se irrita; no toma en cuenta el mal...; todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor no caduca jamás.» No es tan egoísta e impaciente que tan pronto como surgen las primeras desavenencias ya empieza a contemplar la ruptura como solución única al problema. Horrible perspectiva, pues el rompimiento no sólo deshace la unión matrimonial (experiencia siempre hiriente para los cónyuges), sino que destroza anímicamente a los hijos si los hay. Es penoso oír el testimonio dado por niños o adolescentes a quienes la separación o el divorcio de sus padres ha traumatizado profundamente. Cuando el amor de los esposos está inspirado en el de Cristo no hay diferencia que no se pueda salvar ni problema que no se pueda resolver. Puede haber serios enfados, pero se impone la exhortación del apóstol: «No se ponga el sol sobre vuestro enojo» (Ef. 4:26). Habrá tensiones, pero si hay también sabiduría y madurez cristiana por parte de ambos, prevalecerá el espíritu de perdón y reconciliación. Ejemplo de ese espíritu lo tenemos en Dios mismo, quien, a pesar de nuestros muchos pecados y torpezas, nos perdonó y reconcilió consigo en Cristo (2 Co. 5:18). ¿Haremos nosotros menos cuando nos irritamos por el carácter y la conducta de nuestro consorte? Recordemos la parábola de los dos deudores (Mt. 18:23-35). En la relación entre padres e hijos, habrá autoridad (no autoritarismo), disciplina sensata, comprensión, paciencia... y amor, mucho amor. Los hijos, por su parte, obedecerán a sus padres sin sentirse humillados o desalentados.
Ese amor que imita al de Cristo convierte el hogar en un santuario donde Dios es alabado, su Palabra es leída, creída, obedecida y convertida en centro de testimonio del Evangelio. En días apostólicos algunas casas fueron auténticas iglesias (Ro. 16:5; Col. 4:15). Sin duda, el ejemplo de las familias cristianas fue uno de los factores que impactaron con más fuerza a la sociedad grecorromana de la época. ¡Qué bendición si hoy viéramos un impacto semejante en nuestra sociedad neopagana del siglo XXI!
Obligado es decir que no siempre la familia cristiana se ajusta al patrón bíblico. Demasiadas veces se deja influir por las corrientes de pensamiento predominantes y cae en los mismos errores que los no cristianos. El verdadero amor se trivializa; el egocentrismo se impone y, con la misma facilidad con que lo hacen los no creyentes, deciden iniciar el proceso de separación, alegando que cada uno tiene derecho a rehacer su vida. ¿Es un derecho cristiano?
El pueblo de Dios tiene una gran responsabilidad social. Y la solidez de la familia es fundamental para la salud de la sociedad. Como se declaraba en un informe del Consejo de Países Nórdicos, «sin familias cohesionadas y fuertes no hay bienestar en un país. La familia es el primer bastión de la solidaridad». Ello nos obliga a defenderla según los principios cristianos, de palabra y mediante el ejemplo.

José M. Martínez
 


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