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Julio/Agosto 2003
Vida Cristiana y Teología
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Buscar y ser modelos

Prácticamente todo ser humano tiende a idealizar a algún otro al que, por sus características, admira. Ve en él –o en ella- el tipo de persona que a él le gustaría ser. Las preferencias varían según la idiosincrasia y los gustos o inclinaciones de cada uno. Para el adolescente aficionado al fútbol su modelo, al que desearía parecerse un día, será un Ronaldo, un Raúl, un Beckham. Quienes admiran estrellas que refulgen en el mundo de la canción, el cine, el teatro o la televisión hacen de sus figuras famosas un ídolo, y en algunos casos intentan iniciar la misma carrera. Multitud de amantes de alguna de las bellas artes, iniciados en ella, tienen su principal fuente de inspiración en las obras de los grandes maestros que les han precedido. Otro campo de modelos -muy extenso en nuestros días- es el de la estética relativa al cuerpo y a su indumentaria, como puede verse en la nutrida concurrencia de curiosos que acuden a ver figuras esbeltas, femeninas o masculinas, desfilando por una pasarela. Con frecuencia las prendas exhibidas por los modelos vienen a ser poco después las prendas de moda («modelo» y «moda» pertenecen a la misma familia etimológica), por más que en algunos casos la moda resulte extravagante o indecorosa.

Tipos de modelos

Los hay de todas clases. Hay modelos físicos, como los ya mencionados, y modelos morales. En muchos de los primeros se da preferencia a la robustez. Su prototipo es el atleta; lo que suele promover el culto al cuerpo. Pero también tiene multitud de seguidores el hombre o la mujer que ofrece a los ojos un mayor atractivo sensual. Sansón sería ejemplo del tipo atlético; los mitológicos Adonis y Afrodita lo serían del carnal. Del tipo atlético podemos emitir un juicio favorable con reservas, pues el ejercicio físico vigoriza el organismo si se mantiene dentro de unos límites; pero es nocivo si en vez de fortalecer razonablemente el cuerpo, lo castiga y desgasta prematuramente. En cuanto al tipo sensual lo más destacable es su capacidad no sólo de causar admiración, sino de seducción, con todo lo que ésta conlleva. Dalila o Cleopatra son ejemplos, tan elocuentes como poco ejemplares, de tal modelo.

Los de tipo moral no siempre son loables. Caracteres y comportamientos como los de un Nerón o un Judas no tienen nada de modélico. Pero también ha habido incontables personas que se han distinguido por sus virtudes y su influencia bienhechora, por su probidad, su dedicación abnegada a causas nobles, su capacidad de sufrimiento en defensa de elevados ideales, su perseverancia infatigable en el trabajo propio de su vocación. Entre tales personas se encuentran los filántropos, los educadores, los defensores de la dignidad humana, los reformadores de los sistemas políticos y sociales, empeñados en avanzar hacia la meta de un mundo más justo, más solidario, más amable; por consiguiente, más feliz. Y, aunque pueda parecer presuntuoso por nuestra parte, en ese campo sobresalen las grandes figuras de la Iglesia cristiana: apóstoles, mártires, misioneros, pastores, maestros, fundadores de entidades benéficas y una pléyade de cristianos humildes que, sin haber llegado a ser héroes o haber realizado grandes obras, sin ser un David Livingstone, un Enrique Dunant (fundador de la Cruz Roja) o un Martin Luther King, en su sencillez y en la oscuridad del anonimato, han brillado por la solidez de su fe, por su fervor espiritual y por la coherencia de su vida, dechado de cristianismo práctico. Estas características han hecho de ellos canales de bendición y estímulo para otros.

Los modelos cristianos a la luz de la Escritura

Entre todos, sobresale el único perfecto que ha existido en el mundo: nuestro Señor Jesucristo En su carácter y en su conducta él fue sin mancha (Heb. 4:15). Nadie pudo acusarle de pecado (Jn. 8:46). Tal como aparece en los Evangelios, fue ejemplo incomparable de humildad, de integridad, de fortaleza moral, de amor sin límites, de abnegación. Sin permitirse jamás una falsa modestia, fue consciente de su perfección, que no ocultó. Por eso instó a sus discípulos a ver en él el modelo por excelencia que debían imitar (Jn. 13:15; Mt. 11:29).

Sucede, sin embargo, que la perfección de Jesús nos anonada. Como modelo es insuperable; pero nosotros somos tan imperfectos que nunca podremos ser como él. Tampoco se nos pide eso. No somos llamados a ser pequeños cristos. Lo que de nosotros se espera es que seamos semejantes a él, «transformados a la misma imagen» (2 Co. 3:18); que, a pesar de nuestros defectos y debilidades, se vean en nosotros claramente, con suficiente relieve, los rasgos característicos del Maestro; que también de nosotros pueda decirse lo que un día se dijo de los primeros discípulos: «Se ve que han estado con Jesús» (Hch. 4:13). En la comunión con él, hemos de quedar impregnados de su fragancia moral, fragancia que, a través de nosotros, ha de ser percibida por cuantos nos rodean. Esto sí es posible. Y cuando tal maravilla se produce, el cristiano también viene a ser un modelo para otros. El apóstol Pablo dijo: «Sed imitadores de mí, así como yo lo soy de Cristo» (1 Co. 11:1; 1 Co. 4:16; Fil. 3:17; Fil. 4:9). El término más frecuente en el Nuevo Testamento traducido por »modelo» o «ejemplo» es typos, que originalmente significaba la marca producida por el golpe de un objeto sobre otro. Pablo se convirtió en modelo a causa del fuerte impacto espiritual que Cristo produjo en él. Podríamos decir que nuestra calidad de modelos es proporcional a la fuerza con que el Señor nos «golpea» mediante la grandiosidad de su persona y su obra.

A juzgar por sus escritos, Pablo puso el máximo empeño en ser un modelo digno de su Señor, de modo que otros vinieran a ser igualmente modelos. De ahí la prioridad que dio en su ministerio a la formación de otros (2 Ti. 2:2). Las enseñanzas que impartía no eran sólo luz para la mente. Eran cincel que labraba la personalidad de futuros guías de las iglesias para reproducir en ellos la imagen moral de Cristo. De este modo los modelos se iban formando en cadena y con rapidez. Ya en días de la iglesia apostólica había numerosos líderes que, por su ejemplaridad, debían ser imitados (Heb. 13:7). Y la «cadena» se ha prolongado hasta nuestros días. Muchos de nosotros nos sentimos deudores respecto a siervos de Dios y creyentes maduros, aunque imperfectos, que nos han precedido en el pasado. Lo que ellos fueron, lo que hicieron, el modo como vieron su fe y sirvieron a Cristo es un reto poderoso para nuestra conciencia. Constituyen un llamamiento a andar en sus pasos. La mejor forma de pagar nuestra deuda para con nuestros modelos humanos es la imitación. Pero teniendo en cuenta que imitar no es copiar. Yo no puedo ser una copia -y menos un clon- de mi modelo. Debo seguir siendo yo, con las características propias de mi identidad. Imitar es, con la ayuda de Dios, reproducir las virtudes, no las peculiaridades particulares, intransferibles, de la persona -o personas- escogida/s para modelar mi fe y mi modo de vivir.

Ese mimetismo debe ser aspiración de todo cristiano, de modo tal que él mismo venga a ser un buen modelo. De hecho, aun sin proponérnoslo, todos somos ejemplos para quienes nos rodean. Ejemplos edificantes o ejemplos perniciosos. Podemos serlo de fidelidad, de celo en el servicio cristiano, de paciencia, de longanimidad, de amor, de entrega abnegada. Pero también de superficialidad espiritual, de tibieza, de incoherencia, de egocentrismo, en una palabra, de desobediencia Señor (Heb. 4:11), con lo que fácilmente nos convertimos en piedras de tropiezo para los débiles. Sólo en el primer caso se es verdaderamente modelo cristiano. A ello somos llamados. Urge remediar la escasez de buenos modelos que se observa en la Iglesia de hoy.

Reiteremos en conclusión: debemos buscar modelos dignos que nos ayuden a ser modelos influyentes para bendición de muchos.

José M. Martínez
 


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