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Octubre 2003
Vida Cristiana y Teología / Apologética y Evangelización
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Los silencios de Dios

«¿Hasta cuándo, oh Señor, clamaré y no oirás?» (Hab. 1:2)

Uno de los problemas más inquietantes en la experiencia cristiana es el de la oración que Dios no contesta como deseamos o esperamos. A nuestro modo de ver, su única respuesta es el silencio. Como consecuencia, la fe se ve asaltada por la duda y el desaliento. ¿Acaso el oído de Dios se ha cerrado o su mano está paralizada?
Veamos cuándo en apariencia Dios calla.

Cuando parece innegable su pasividad moral

ésta fue la causa de la perplejidad de Habacuc. El profeta se debate en un conflicto torturador ante la enigmática situación histórica que le tocó vivir. En su mente pugnan dos realidades aparentemente incompatibles. Por un lado, sabe que Dios es justo y todopoderoso y que con soberanía absoluta controla el curso de la historia. Por otro lado, ve cómo su pueblo (Judá), rebelde e inicuo, es castigado por otro pueblo mucho más reprobable, los caldeos (Hab. 1:12-17). Entiende bien que Judá sea castigada a causa de sus pecados (Hab. 1:2-4); pero ¿a manos de un poder que encarnaba lo más inhumano de la injusticia y la crueldad? A todo ello los caldeos unían una soberbia intolerable «haciendo de su fuerza su dios» (Hab. 1:11). ¿Acaso no era esto una provocación intolerable al soberano Señor de cielos y tierra? Y para hacer más incomprensible el curso de los acontecimientos, se destaca el hecho de que es Dios mismo quien los determina por expreso designio suyo (Hab. 1:5-6). ¿Cómo entender que el agente disciplinario que había de castigar a Judá fuera una nación horriblemente injusta, idólatra y brutal, infinitamente más pecadora que el pueblo escogido, aunque apóstata? A Habacuc no le cabe en la cabeza la idea de que un Dios santo tenga parte activa en semejante anomalía. De ahí su profunda desazón. Y su clamor, ante el que Dios calla. Un problema semejante se le planteó a Jeremías (Jer. 12:1). Es la cuestión que sigue turbando a muchos que observan con preocupación el curso de la historia contemporánea con sus páginas horriblemente estremecedoras.

El problema, en otro contexto y con matices distintos, sigue inquietando a muchos espíritus, desconcertados por lo que aparentemente es una incongruencia inconcebible: un Dios santo, justo, poderoso y bueno que calla inmóvil frente a graves males desencadenados por la perversidad humana. Todavía producen un estremecimiento de horror los solos nombres de Auschwitz, Hiroshima, Bosnia, Ruanda. Y ¿qué decir de la indignación que nos invade cuando vemos la suerte del mundo en manos de los poderosos, cegados por la ambición, carentes de escrúpulos, manipuladores de una globalización que hace mucho más ricos a los dirigentes de empresas multinacionales y deja en una mayor pobreza a los más desfavorecidos, que son millones?

«¿Hasta cuándo?» Dios no quiere dejar a Habacuc en la tortura de su incomprensión. Y finalmente rompe su silencio dando al profeta lecciones hondamente saludables. En primer lugar, el sufrimiento de Judá tiene un carácter justamente retributivo. Pese a que los caldeos, ejecutores del juicio divino, eran más dignos de castigo que el pueblo de Judá, Dios, en el ejercicio de su soberanía, va a usarlos como instrumento (Hab. 1:12). En segundo lugar, Dios hace saber a su siervo que el estado de cosas que le turba no va a durar siempre. En su momento, todo cambiará. Este cambio todavía tardará, pero -palabras de Dios- «aunque tarde, espéralo, porque sin duda vendrá... y sin retraso» (Hab. 2:3). En tercer lugar, Habacuc ha de saber que lo que debe hacer no es especular inútilmente, sino confiar y mantenerse fiel, pase lo que pase, dejándolo todo en las manos de Dios. «El justo por su fe vivirá» (Hab. 2:4). Al final todo resplandecerá con la gloria de Dios. A su debido tiempo los injustos tendrán su merecido (Hab. 2:6-20). Y el pueblo escogido será restaurado, ricamente bendecido por su Dios.

El profeta, impresionado por el mensaje recibido, ora con una súplica preciosa que todo creyente debería hacer suya (Hab. 3:2). Y la oración se convierte en visión arrobadora: la majestad de Dios y de sus obras proclaman su magnificencia y su soberanía (Hab. 3:3-16). Habacuc tiene bastante. Ya no le importa lo que pueda suceder, ni lo que de inexplicable pueda ver. Ahora descansa en Dios y aun en las circunstancias más adversas puede decir: «Con todo, yo me alegraré en Jehová; me alegraré en el Dios de mi salvación; Jehová el Señor es mi fortaleza; él me da pies como de ciervas y me hace caminar por las alturas.» (Hab. 3:18-19). Lo mismo puede decir todo creyente que, por encima de dudas y misterios de la providencia, confía plenamente en Dios.

Cuando los impíos interpretan erróneamente a Dios

(Sal. 50:16-21)

Porque Dios no destruye de modo inmediato y fulminante a los malvados, muchos piensan que es indiferente a la conducta humana. No hace nada. No dice nada. Su palabra y sus actos pueden ser temibles; pero ¿quién temerá su silencio? Si pecados graves quedan impunes, ¿por qué no seguir pecando? Quienes así piensan no necesariamente son ateos declarados. Pueden, a su manera, creer en Dios con una mezcla de impiedad y religiosidad, pero su Dios es un Dios mudo. ¿Cómo reacciona ante la maldad de los hombres? ¡Calla!. Quizá está tan lejos en el cielo que no se entera de lo que acontece en la tierra. Los más inicuos pueden delinquir con frecuencia impunemente... y no pasa nada. Dios calla. Su silencio se prolonga...

Pero no siempre callará. Llegará el momento del juicio, cuando Dios dirá al impío: «Estas cosas hacías y yo he callado. ¿Pensabas que de cierto sería yo como tú? Pero te redargüiré y las pondré delante de tus ojos» (Sal. 50:21). En algunos casos el juicio de Dios es inmediato, como nos recuerda la muerte de Ananías y Safira (Hch. 5:1-11). Pero generalmente el ajuste de cuentas se reserva para el juicio final, «por cuanto (Dios) ha establecido un día en el cual va a juzgar al mundo con justicia, por aquel varón a quien designó, acreditándolo ante todos al haberlo levantado de los muertos» (Hch. 17:31). En aquel día quienes enmudecerán confusos y atemorizados serán los que ahora viven a su antojo conculcando las leyes del soberano Dios.

Cuando Dios aflige a su pueblo

«¿Te quedarás quieto antes estas cosas, Señor? ¿Callarás y nos afligirás sobremanera?» (Is. 64:12).

Esta patética invocación brota del corazón de un pueblo abrumado por el peso de una convicción de pecado profunda. Ese pueblo, escogido por Dios para gloriosos destinos, ha sido extraordinariamente favorecido (Is. 64:3-5): amado, protegido, bendecido para ser bendición a los restantes pueblos de la tierra. Pero, lejos de mantenerse a la altura de la vocación con que Dios lo había llamado, Israel (Judá) ha provocado el enojo de Dios con sus pecados (Is. 64:5-7), lo que le acarrea destrucción, ruina, deportación, desastre total (Is. 64:10-12). Toda esta aflicción era merecida. Pero ¿se prolongaría indefinidamente? ¿Acaso el pecado del pueblo era mayor que la misericordia de Dios? Una oración ferviente sube a los cielos: «No te enojes sobremanera, Señor, no tengas perpetua memoria de la iniquidad» (Is. 64:9). ¿Habrá respuesta favorable a esta súplica? Durante un tiempo todo sigue igual, lo que promueve la duda y suscita el lamento de Is. 64:12 que encabeza este apartado.

Una vez más la aparente inacción de Dios y su silencio turban la fe y nublan la esperanza. Tal es la experiencia de innumerables creyentes que se ven inmersos en aguas profundas de tribulación. Unas veces porque, como en el caso de Israel y Judá, la acción disciplinaria del Padre celestial así lo exige (Heb. 12:5-11). Otras porque la fe ha de ser probada mediante el sufrimiento (1 Pe. 1:6-8). En algunos casos, incluso, a causa de nuestros errores y torpezas. Pero en todos los casos se puede tener la certidumbre de que el silencio y la aparente pasividad de Dios no durarán indefinidamente. él puede permitir que pruebas de diverso tipo nos aflijan, pero no más de lo que podamos soportar (1 Co. 10:13). En el momento oportuno intervendrá para convertir la turbación en paz, el dolor en gozo, la duda en plena certidumbre de fe.

Cuando los planes de Dios están velados

«Desde el siglo he callado, he guardado silencio, me he contenido; pero ahora daré voces...» (Is. 42:14).

Esta declaración de Dios es hecha en el contexto de la relación con su pueblo, cautivo en Babilonia desde hacía largo tiempo («desde el siglo...», como si al Señor le hubiese parecido una eternidad). Los años, las décadas, han ido sucediéndose monótonamente. En el ánimo de los deportados ya no hay expectativas luminosas. Sólo hay lugar para la nostalgia (Sal. 137:1). El futuro aparece lóbrego, sin motivo alguno de ilusión. ¡Penoso estado! Y Dios calla. Y no hace nada... Pero a duras penas; el lenguaje antropomórfico del texto sugiere la idea de que le había costado mucho a Dios mantener esa actitud («me he contenido»). Su mutismo y su quietud le exigían un verdadero esfuerzo. Pugnaban con su misericordia infinita.

Finalmente todo va a cambiar de modo súbito, como el alumbramiento de la mujer encinta (Is. 42:14).. Babilonia cae tras un periodo calamitoso (Is. 42:15). Los judíos pueden volver a su tierra. Dios está preparando para ellos un nuevo éxodo. Todo de acuerdo con su plan de restaurar a su pueblo en el marco de salvación llevada a efecto por el Siervo de Yahvéh» (Is. 42:1-4). Pero este plan de Dios está velado a los ojos humanos. Por eso el pueblo judío sufre, confuso y dolorido, entretanto dura el silencio divino, ajeno a la gran liberación que se aproxima. Pero ha llegado el momento, y ahora sí habla Dios: «Estas cosas les haré y no los desampararé» (Is. 42:16).

Siempre actúa Dios así. Desde los acontecimientos históricos más trascendentales hasta los más insignificantes, todo está perfectamente engarzado en los designios sabios y amorosos de Dios. Todo avanza hacia una nueva era en la que resplandecerán su gloria, su sabiduría y su poder en la realización de su plan de salvación. El creyente, instruido por lo que Dios ha revelado en su Palabra, conoce esa verdad y sabe que su presente y su futuro está en las manos del Padre Eterno. Pese a ello, en su experiencia personal, subjetiva, la oscuridad de una situación existencial penosa extiende el velo sobre su mente. Entonces, perplejo y abatido, no ve nada más que situaciones y hechos que comprometen la perfección de Dios. Pero el soberano Señor, a pesar de sus silencios y su inmovilidad aparentes, cumplirá sus propósitos, siempre sabios y henchidos de bondad. Así su pueblo verá reconfortado mutaciones maravillosas en su situación. La derrota se trueca en victoria; la humillación, en ensalzamiento; el sufrimiento, en gozo, «las tinieblas en luz» (Is. 42:16).

¿Por qué no alegrarnos ya hoy, sea cual sea nuestra circunstancia presente, aceptando anticipadamente lo que Dios determine para nuestra vida? ¿Por qué no alabarle gozosos con la visión de la fe? Recordemos de nuevo lo dicho a Habacuc: «Aunque la visión tarde en cumplirse, se cumplirá en su tiempo; no faltará. Aunque tarde, espérala, porque sin duda -y sin retraso- vendrá.»

José M. Martínez
 


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