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Julio/Agosto 2005
Vida Cristiana y Teología / Psicología y Pastoral
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Hay palabras... y palabras

Es innegable que el habla, la palabra como medio de comunicación, es uno de los dones más preciados que nos ha concedido el Creador. La Biblia nos confirma esa apreciación en gran número de sus textos, y nuestra propia experiencia la corrobora.

Fue la palabra de Dios la que dio origen a la creación, pues Dios dijo y fue hecho (Gn. 1). Por el poder de esa palabra el pueblo israelita fue liberado de la esclavitud en Egipto, guiado a través del desierto e instalado en la tierra prometida. Fue palabra de Dios la ley que recibió Moisés para mostrar al pueblo cómo debía vivir. La obediencia a sus preceptos sería el secreto de su prosperidad; la desobediencia, la causa de su ruina. Palabra de Dios fue cada uno de los mensajes de los profetas.

Cristo, la palabra suprema

Palabra fue Cristo aun antes de su encarnación: «En el principio era el Verbo (la Palabra), y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios» (Jn. 1:1). Por medio de él Dios concluyó su revelación (Jn. 1:8) y llevó a efecto la salvación de los seres humanos. Por la condición divina de Cristo, su palabra tenía todo el poder de Dios; de ahí su capacidad para sanar, para expulsar demonios, para resucitar muertos... y «para salvar eternamente a los que por él se acercan a Dios» (Heb. 7:25).

Porque Cristo era la Palabra de Dios encarnada, todas sus palabras fueron admirables. «Todos hablaban bien de él, maravillados de las palabras de gracia que salían de su boca» (Lc. 4:22). De él pudo decirse que «no hizo pecado ni se halló ningún engaño en su boca» (1 Pe. 2:22). Nunca de sus labios salieron palabras hirientes, excepción hecha de las proferidas contra los escribas y fariseos a causa de su hipocresía o acusando a los mercaderes que traficaban en el templo profanándolo (Jn. 2:13-16). Por el contrario, su boca era un manantial de enseñanza, de consolación, de aliento, de perdón. ¡Ejemplo perfecto! Modelo insuperable para que sus discípulos le imitemos...

Las palabras de los humanos

Cuando de las alturas morales de Cristo descendemos a la realidad humana en la tierra, seguimos admirando el valor de la palabra, sin la cual sería imposible la comunicación de unos con otros. Pero al mismo tiempo advertimos la disparidad de las palabras entre sí. El lenguaje tiene grandes posibilidades para el bienestar de quien habla y de quien escucha; pero también puede convertirse en arma terriblemente dañina. Nos hace bien el discurso estimulante, la frase cariñosa o de agradecimiento, la expresión de amistad sincera, el consejo prudente, incluso la palabra de corrección si sale impregnada de humildad y amor. Por el contrario, son hirientes y destructivas las palabras fraguadas en un corazón mezquino, saturado de sentimientos negativos.

Admitida esa triste posibilidad, puede ser saludable adentrarnos en el mundo verbal para observar la naturaleza y los efectos que pueden producir las palabras. Para facilitar nuestra labor, las dividiremos en dos grandes grupos y las analizaremos con la mayor concisión posible. El lector podrá por sí mismo ampliar la lista. Y hará bien en intentarlo.

Palabras bienhechoras

Palabra sabia
El autor de Proverbios equipara sus palabras a la sabiduría (Pr. 2:1-2), y a lo largo de todo el libro se ensalza el valor de ésta. En bella metáfora declara: «Manzana de oro con figuras de plata es la palabra dicha como conviene» (Pr. 25:11). En el texto de la obra se destaca la esencia y el valor de la sabiduría, que no consiste en acumular conocimientos, sino en discernimiento moral y espiritual emanado del temor reverente de Dios (Pr. 1:7). Porque la palabra sabia corresponde a la verdad; es prudente, atinada en sus consejos, enriquecedora. Siempre va cargada de bendición. ¡Dichosa la persona que la escucha y la acepta! Y más dichosa quien la pronuncia.

Palabra edificante
El apóstol Pablo contrapone a la «palabra torpe (corrompida)» «la que es buena para edificación... a fin de dar gracia a los oyentes» (Ef. 4:29).
Su contenido puede ser muy variado y presentarse en diversas formas: «palabra consoladora», «palabra apaciguadora», «palabra alentadora». De la primera de éstas tenemos un ejemplo excelente en Bernabé, quien hizo honor a su nombre (heb. Barnabas, hijo de consolación).
Palabra apaciguadora fue la de Abigail del Carmelo. Con su buen juicio calmó el justo enojo de David provocado por la rudeza de su esposo Nabal, y evitó una tragedia.
La palabra alentadora, sumamente necesaria en multitud de situaciones, estuvo con frecuencia en labios de Jesús. También en los de Pablo. Recordemos su magnífica intervención en la tempestad que a punto estuvo de acabar con la vida del apóstol y la de sus acompañantes. ¡Cuán reconfortantes, y cuán poderosas sus palabras dirigidas a todos los que iban con él en la nave (Hch. 27:33-36)!
Si algo sigue necesitando hoy la Iglesia -así como el mundo- es que se multipliquen las palabras edificantes, consoladoras, apaciguadoras, alentadoras. Serán brisa fresca que reanimará a muchas almas sumidas en el temor y el desánimo. ¿Serán mis labios fuente de la que broten esos mensajes vivificantes?

Palabras reprobables

La palabra fingida
Es la que expresa lo que no se siente; distingue al hipócrita. Quienes recurren a ella son acreedores a la denuncia que Jesús hizo refiriéndose a muchos de sus contemporáneos: «Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí» (Mt. 15:8). Nada más despreciable que la hipocresía, la obsesión por adornar la fachada mientras el interior es un antro de miseria y fealdad. De los escribas y fariseos hipócritas dijo el Señor que son comparables a sepulcros blanqueados que «por fuera se muestran hermosos, pero por dentro están llenos de huesos y de inmundicia»; y añadió: «Vosotros por fuera os mostráis justos a los hombres, pero por dentro estáis llenos de hipocresía e iniquidad» (Mt. 23:27-28). Sin embargo, por lo general, tarde o temprano se descubre la falsedad de las apariencias, razón por la que debemos guardarnos de toda forma de simulación.

Palabra maligna
Unas veces se pronuncia casi inconscientemente, sin pensar que puede causar mucho mal. Otras veces, de modo deliberado, con el propósito de hacer sufrir a alguien que no nos resulta simpático. En este grupo de palabras sobresalen el engaño, la injuria, la difamación, la calumnia, la falsa acusación, la protesta agria e injustificada. Este uso de la lengua, por lo general, es exponente de un espíritu amargado, saturado de complejos y frustraciones, sobrado de animosidad, falto de amor, insensible al mal que puede causar. Cuando no se pone freno a esos sentimientos, fácilmente quien los abriga encuentra amigos que comparten sus reacciones y su modo de obrar. De esa «amistad» surgen grupos de oposición que desatan rencillas amargas. Mas de una iglesia ha sido arruinada por esos grupos, causantes de actitudes carnales, de contiendas odiosas y escandalosas divisiones. Recuérdese la seria amonestación de Pablo a los corintios (1 Co. 1:10-12, 1 Co. 3:3). No menos solemne es la reflexión de Santiago en su exposición de los males que puede causar la lengua. ésta es un pequeño fuego que fácilmente incendia un gran bosque (¿No habré sido yo alguna vez un pirónamo espiritual en mi iglesia?). La lengua es «un mundo de iniquidad» que «inflama el curso de la existencia, siendo ella misma inflamada por el infierno» (Stg. 3:5-6). De muchas personas podría decirse lo que señalaba el salmista: «aguzan su lengua como serpientes; veneno de áspid hay debajo de sus labios» (Sal. 140:3). La picadura de la víbora, aunque dolorosa en sí, de momento parece carente de importancia, pero en muchos casos es mortal. Cada uno debería examinarse con objetividad y preguntarse: «¿Que hay debajo de mis labios? ¿Un depósito de la gracia amorosa de Dios, del que fluyen palabras bienhechoras, o ponzoña que destruye relaciones humanas e incluso cristianas? Tenía razón J. Wolfgang von Goethe al afirmar que «una sola palabra basta para destruir la dicha de los hombres». El problema es grave. No olvidemos las sentenciosas palabras del Señor: «Por tus palabras serás justificado y por tus palabras serás condenado» (Mt. 12:37). Hay palabras.. y palabras.

Un fenómeno sorprendente

Eso es habitualmente el uso que hacemos de nuestra lengua: un caso de ambivalencia difícilmente explicable. Citando nuevamente a Santiago, «con la lengua bendecimos a nuestro Dios y Padre, y con ella maldecimos a los hombres, que están hechos a semejanza de Dios. De una misma boca proceden bendición y maldición. Hermanos míos, esto no puede ser así. ¿Acaso alguna fuente echa por una misma abertura agua dulce y amarga?» (Stg. 3:9-11). La lógica de Santiago es clara. Sin embargo, no acaba con la dualidad «agua dulce-agua amarga». Por el contrario hemos visto más de una vez que la misma lengua que en el culto alaba a Dios, después del culto murmura criticando desconsideradamente al predicador o a algún otro hermano; los mismos labios que han articulado palabras edificantes o alentadoras conversando con hermanos necesitados de ellas, poco después tal vez asaetearán a la persona «non grata». Y con Santiago repetimos enfáticamente: «Esto no puede ser así».

¡He ahí un motivo de confesión y súplica! Que, como en el caso de Isaías, nuestros labios, inmundos -a semejanza de los suyos- sean purificados con un carbón encendido tomado del altar (Is. 6:5-7).

José M. Martínez
 


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