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Enero 2007
Vida Cristiana y Teología / Fin de Año / Año Nuevo
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Dios, eternamente Dios

«Desde el siglo y hasta el siglo. Tú eres Dios.» (Sal. 90:2)

El paso cronológico de un año a otro siempre es fecundo en reflexiones; unas veces en consideraciones sombrías; otras en meditación generadora de esperanza. Lo uno y lo otro aparecen con gran realismo en el Salmo 90: la brevedad de la vida humana (Sal. 90:4-6, Sal. 90:9-10) y la oscuridad del juicio de Dios (Sal. 90:7-9, Sal. 90:11), pero también la compasión del Señor (Sal. 90:13-14) y su fidelidad, por la cual se convierte en refugio de sus hijos de generación en generación (Sal. 90:1), lo cual da sentido y consistencia a nuestra efímera vida (Sal. 90:16-17).

A las reflexiones de signo negativo pueden añadirse otras. Todo año nuevo, por lo general, suscita preguntas inquietantes, abre la puerta al mundo de lo desconocido. Puede depararnos experiencias gratas, pero también decepciones, amargura, enfermedad, pérdidas dolorosísimas, dificultades económicas, graves problemas familiares, desengaños, todo tan inesperado como indeseado. Ante lo incierto del futuro nos invade el desasosiego; con frecuencia, la ansiedad, el temor. No obstante, el creyente, sean cuales sean las circunstancias de su vida, sabe que sus «tiempos» están en las manos de Dios (Sal. 31:15) y que él es «nuestro amparo y fortaleza, nuestro pronto auxilio en las tribulaciones» (Sal. 46:1-3). La confianza en medio de estos problemas infunde esperanza, aunque -como en la experiencia de Abraham- sea «esperanza contra esperanza» (Ro. 4:18). Y la esperanza da paz. Esta bendición es la que Cristo prometió a sus discípulos en la hora oscura que precedió a su pasión y muerte: «La paz os dejo, mi paz os doy; no se turbe vuestro corazón ni tenga miedo» (Jn. 14:27).

Todo lo expuesto se resume y explica en la majestuosa frase que encabeza esta reflexión: «DESDE EL SIGLO Y HASTA EL SIGLO, TÚ ERES DIOS» (Sal. 90:2). Dios es «puente» entre los dos extremos de la eternidad: el remoto pasado y el futuro más lejano. Bajo ese puente discurre el río de la historia del mundo. Y de la vida de cada uno. El curso de ésta dependerá de que conozcamos a Dios y reconozcamos su soberanía. Esto implica saber quién y cómo es Dios.

Nuestro conocimiento de Dios

Los seres humanos, a través de los siglos han concebido a Dios de muy diversas maneras, pero siempre de modo erróneo. La verdad es que Dios es humanamente incognoscible. Dejados a las disquisiciones de nuestra razón o de nuestra imaginación, Dios se nos hace un grandísimo misterio; como decía el famoso poeta Goethe, un ser «insondable». De él afirmó Pablo que «habita en luz inaccesible» (1 Ti. 6:16). Y Juan ratificó esa verdad: «A Dios nadie le vio jamás» (Jn. 1:18), para añadir seguidamente: «el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer». En Cristo se ha consumado la revelación de Dios. Y esa revelación llega a nosotros a través del testimonio profético-apostólico recogido en los escritos bíblicos. Mediante ese testimonio conocemos los atributos que distinguen a Dios y todo lo concerniente a su relación con nosotros. Así llegamos a saber no sólo que Dios es (existe), sino también cómo es: justo, santo, sabio, bondadoso, todopoderoso, omnipresente, omnisciente, eternamente soberano sobre todo cuanto existe. Asimismo las Sagradas Escrituras nos muestran las grandes obras de Dios, y ensalzan los principales rasgos de su figura.

Dios, creador (Gn. 1-2)

Por medio de su Hijo creó los cielos y la tierra (Jn. 1:3). «Todo fue creado por medio de él y para él» (Col. 1:16). Porque nos creó, Dios nos conoce perfectamente (Sal. 139:13-16). Y nos ama, a pesar de que la humanidad se apartó de él para vivir en la desobediencia. «Todos nos descarriamos como ovejas; cada cual se apartó por su camino» (Is. 53:6). El salmista se sintió maravillado al considerar la intervención de Dios en su concepción (Sal. 139:13-18). Tanta maravilla no podía ser irremisiblemente destruida por la caída del ser humano. Y Dios inició una nueva obra, la de una nueva creación, equivalente a la renovación de todas las cosas. Todavía está ocupado en ella:

Dios, renovador

Dios, en Cristo, lleva a efecto una nueva obra. De esta acción renovadora surgirán un día «cielos nuevos y nueva tierra» (2 Pe. 3:13). Dios mismo dice: «He aquí, yo hago nuevas todas las cosas» (Ap. 21:5). Esa nueva creación se ha iniciado ya en el orden espiritual: «Si alguno está en Cristo es una nueva creación; las cosas viejas pasaron; he aquí, todas son hechas nuevas» (2 Co. 5:17). Y en el futuro la renovación será total, pues seremos transformados a semejanza de Cristo en el día de su segunda venida (1 Jn. 3:2).

La acción renovadora de Dios es para nosotros una fuente de consolación, máxime si nos sentimos abatidos por una conciencia de fracaso, a nivel espiritual o en cualquier otro plano. A más de una persona le hemos oído decir: «Aborrezco el yo que soy, mi carácter, mis inclinaciones..., causa de mucho malestar en mi vida». Incluso muchos creyentes se sienten tan «quebrantados» como la vasija rota del alfarero, que Jeremías usó como instructiva metáfora (Jer. 18:6). No importa que nos veamos hechos trizas. Dios puede -y quiere- tomarnos en sus manos para hacer de nosotros una vasija nueva. Lo hizo con hombres como Saulo de Tarso, Agustín de Hipona, Juan Bunyan, muchos de nosotros... Y seguirá haciéndolo en muchos más.

Dios, amor sempiterno

Cuando Juan declaró «Dios es amor» estaba manifestando algo más que un atributo de la divinidad. Estaba revelando la esencia misma de Dios: «ES amor». Muchas pruebas de ese amor se hacen perceptibles en la creación: la belleza de ésta al igual que su utilidad. Pero, sin duda alguna, la manifestación más sublime del amor de Dios la hallamos en su obra de redención, «porque de tal manera amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito para que todo aquel que en él crea no se pierda, sino que tenga vida eterna» (Jn. 3:16). Dios «muestra su amor para con nosotros en que, siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros» (Ro. 5:8).

Nada reconforta más que la convicción de que Dios nos ama, pues ese amor garantiza su presencia, su compasión, su protección, su ayuda todos los días de nuestra vida. ¿También cuando nos golpea fuertemente el sufrimiento? ¡También! En algunos momentos de la historia o de nuestra experiencia personal tenemos la impresión de que Dios ha dimitido de su función regia como Señor soberano, que se ha ausentado del universo, que se ha cubierto de un velo y se ha sumido en el más absoluto silencio. Como si hubiese muerto. Y nosotros nos quedamos perplejos, sin saber qué pensar o creer. Pero esa impresión dista mucho de la realidad. A cada uno de sus hijos dice Dios: «Con amor eterno te he amado» (Jer. 31:3). Nos amó en el pasado. Nos ama en el presente. Seguirá amándonos en el futuro, por más que permita circunstancias duras en nuestra vida. Si del amor humano dijo Pablo que «nunca deja de ser» (1 Co. 13:8), ¿no habremos de decir lo mismo, y con más motivo, del amor de nuestro Creador y Redentor?

Cantamos en un precioso himno: «Del amor divino, ¿quién me apartará?» La respuesta la encontramos en el mismo himno, inspirado en el cántico triunfal de Pablo en su carta a los Romanos: «¿Quién podrá separarnos del amor de Cristo? ¿El sufrimiento, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la muerte violenta...? En todo esto salimos más que vencedores por medio de aquel que nos amó. Estoy convencido de que nada podrá separarnos del amor de Dios...» (Ro. 8:35-39).

Dios, siempre fiel

A los antiguos israelitas, en los albores de su constitución como pueblo de Yahveh se les había dicho: «Reconoced que el Señor vuestro Dios es el Dios verdadero, que cumple fielmente su pacto generación tras generación con los que le aman y guardan sus mandamientos» (Dt. 7:9). Y en los inicios de la Iglesia cristiana dijo Pablo a los creyentes de Corinto: «Fiel es Dios, que no os dejará ser probados más de lo que podáis soportar» (1 Co. 10:13). él está comprometido con la obra de nuestra salvación, y ese compromiso ha sido corroborado con preciosas promesas a sus hijos. En el caso de Moisés, el Señor quiso confirmar su promesa mediante juramento por sí mismo (Heb. 6:13; Jer. 11:5). Además, sus promesas estaban ligadas al pacto, garantía de que se cumplirán. Para Dios su «pacto nuevo» es eterno (Jer. 32:40), permanece por encima de todos los cambios políticos, sociales, religiosos o culturales. Nada ni nadie puede anularlo; ni siquiera nuestras infidelidades. Si pecamos contra él Señor, él nos corregirá con disciplina adecuada (Heb. 12:8-11); pero no nos desechará, pues «para siempre es su misericordia, y su verdad por todas las generaciones» (Sal. 100:5). De la misericordia y la fidelidad de Dios hallamos lecciones admirables en el libro de Oseas. El profeta había denunciado la infidelidad de Israel, su apartamiento desleal del Señor; pero Dios, en su infinita compasión, no quiso abandonarlo. Prefirió atraerlo a sí con «cuerdas de amor» (Os. 11:4). Oseas pudo entender la sublimidad de tal amor a la luz de su propia experiencia. Su mujer había caído en adulterio, pero por indicación divina volvió a recibirla como esposa (Os. 3). El libro de Oseas concluye con la restauración de Israel (Os. 14), después de haber apelado Dios con ternura infinita al pueblo infiel: «¿Cómo podré abandonarte, oh Efraím? ¿Cómo podré entregarte, oh Israel?... Mi corazón se conmueve dentro de mí, se inflama toda mi compasión» (Os. 11:8).

Con un Dios tan maravilloso, bien podemos ponernos en sus manos al comienzo de un nuevo año. No sabemos qué nos deparará, pero eso tampoco importa demasiado. «Si Dios con nosotros, ¿quién (o qué) contra nosotros?» (Ro. 8:31). Como Creador, como Renovador, como Dios amoroso y fiel, me guardará, me guiará, día tras día será mi Pastor. «Su vara y su cayado me infundirán aliento, el bien y la misericordia me seguirán todos los días de mi vida, y en la casa del Señor moraré por largos días» (Sal. 23).

¡Bendito y alabado seas, Señor eterno!

José M. Martínez
 


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