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Enero 2008
Vida Cristiana y Teología / Fin de Año / Año Nuevo
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¡Volverá...!

Todavía está fresca en nuestra memoria la celebración de la Navidad. Todavía nos gozamos en el hecho inefable de que «de tal manera amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito para que todo aquel que en él cree no se pierda, sino que tenga vida eterna» (Jn. 3:16) y que «en el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo al mundo, nacido de mujer (...) a fin de que recibiésemos la adopción de hijos» (Gá. 4:4-5). Estas dos afirmaciones contienen lo esencial de nuestra salvación: nuestra reconciliación con Dios y nuestra adopción como hijos en la familia divina, el perdón de nuestros pecados, la dádiva del Espíritu Santo para nuestra santificación y consolación, la confianza en que Dios escucha y tiene en cuenta nuestra oraciones, las promesas de Cristo como fuente de gozo y paz. Cualquier creyente medianamente familiarizado con los textos del Nuevo Testamento sabe cuán grande y cuán gloriosa es la salvación que Cristo vino a efectuar.

Sin embargo, su obra sería incompleta si no tuviera una dimensión escatológica, una proyección de futuro glorioso; muchas promesas de Cristo quedarían sin cumplimiento y nuestra fe entraría en zonas de incertidumbre; algunas preguntas quedarían sin respuesta. Por ejemplo, sabemos que, a la luz de muchos textos del Nuevo Testamento, la muerte física no agota la experiencia del cristiano; es una liberación que nos permite ascender a la casa del Padre (Jn. 14:3) y estar con Cristo, lo cual es mucho mejor (Fil. 1:20-23). Pero ¿es eso todo y lo más importante?

Un hecho histórico puede ayudarnos a entender lo que Dios tiene reservado para el porvenir eterno más allá de la muerte física: El General norteamericano Douglas McArthur, comandante en jefe del ejército americano en las Islas Filipinas durante la segunda Guerra Muncial, recibió la orden del Presidente Eisenhower de abandonar las Islas Filipinas, donde se encontraba, y trasladarse a Australia como medida estratégica frente al empuje de las tropas japonesas. En el momento de su partida tuvo sólo dos palabras: «Me voy, pero volveré», emocionante promesa de que recuperaría las islas mencionados. Se cumplió su primera palabra, cuando los japoneses seguían cosechando victorias y avances. Pero después se cumplió igualmente la segunda. ¡Y McArthur volvió!

De modo análogo, el Señor Jesucristo se fue. Dejó la tierra para volver al Padre en las alturas de la gloria y del poder sin límites. En su ausencia física los enemigos se han multiplicado; sus discípulos también han sido humillados y maltratados. Pero «aún no es el fin» (Mt. 24:6). «Es necesario que Cristo permanezca en el cielo hasta los tiempos de la restauración de todas las cosas» (Hch. 3:21), lo que equivale a decir: hasta la victoria definitiva.

La luz del futuro eterno

El Señor Jesucristo mismo amplió el horizonte de nuestra salvación con el anuncio de su regreso. Muchas de sus parábolas ilustran esa verdad, y algunas de sus declaraciones en sus discursos proféticos la exponen con claridad meridiana (Mt. 24:29-46). El apóstol Pablo abunda en referencias a ese evento, especialmente en sus dos cartas a los Tesalonicenses, y en 1 Corintios 15 amplifica el cuadro de la segunda venida con una exposición minuciosa de la resurrección de los creyentes en él (1 Co. 15:16, 1 Co. 15:35-57). La conclusión resumida de la enseñanza bíblica es el mensaje de los ángeles a los discípulos en el momento de la ascensión de Jesús: «Este mismo Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo, así vendrá como le habéis visto ir al cielo» (Hch. 1:10-11).

Ese evento glorioso irá acompañado de acontecimientos impresionantes, entre ellos la resurrección -o transformación- de los creyentes que hayan muerto previamente (1 Ts. 4:13-17). Este milagro pondrá de manifiesto la energía vivificadora de Cristo: la corrupción dará lugar a la incorrupción; el deshonor, a la gloria; la debilidad, al poder; la herencia de Adán, a la herencia en Cristo (1 Co. 15:42-49); las cosas viejas, a las nuevas. Entonces se cumplirá la afirmación de Dios en su trono: «He aquí, yo hago nuevas todas las cosas» (Ap. 21:5).

Significado de la segunda venida

El advenimiento de Cristo en gloria pone de manifiesto verdades tan gloriosas como consoladoras:

La historia tiene unos límites

Los seres humanos somos dados a especular en torno al curso de la historia. ¿Es ésta controlada y dirigida por los seres humanos? ¿Es fruto de ideologías más o menos determinantes del curso de los acontecimientos? ¿Es previsible o es en gran medida fruto del azar o de una conjunción de factores que escapan al pensamiento y la acción de quienes la dirigen?

En respuesta a esos interrogantes la revelación cristiana nos presenta unos límites. Hay muchos hilos en el tejido de la historia que los hombres no pueden fabricar, ni romper o anular. Están en las manos de Dios. Los discípulos que se habían reunido el día de la ascensión de Jesús, le hicieron una pregunta llena de carga histórica: «Señor, ¿restituirás el reino a Israel en este tiempo?», a lo que Jesús respondió: «No os toca a vosotros conocer los tiempos o las sazones que el Padre puso en su sola potestad» (Hch. 1:6-7). No es menos aleccionador el diálogo de Jesús con Pilato. Ante el silencio del preso, el gobernador romano le pregunta: «¿A mí no me hablas? ¿No sabes que tengo autoridad para crucificarte y poder para soltarte?» Respuesta: «Ninguna autoridad tendrías contra mí si no se te hubiera dado de arriba» (Jn. 19:10-11). ¡Concluyente! Los poderes de los hombres tienen unos acotamientos que nadie puede violar. La historia misma aporta suficientes ejemplos de la verdad que entraña esa afirmación.

Napoleón creyó que se haría dueño absoluto de Europa. Se equivocó. Acabo sus días desterrado y preso en la isla de Santa Elena. Carlos Marx pensó que el socialismo científico que propugnaba transformaría el mundo; pero sus seguidores más distinguidos, Lenin y Stalin, durante el siglo XX, convirtieron su doctrina en plataforma de una cruel dictadura; finalmente el comunismo del siglo XX se desplomó como un castillo de naipes. Hitler tuvo el convencimiento de que el III Reich alemán sería un imperio milenario; y a lograrlo dedicó todos sus esfuerzos. ¿Resultado? La segunda Guerra Mundial con millones de muertos; y la destrucción de media Europa. Él mismo acabó sus días suicidándose. Mala cosa es dejarse dominar por la arrogancia y el falso endiosamiento sin respetar los linderos fijados por la soberanía de Dios.

Cristo, clave de la historia

En el libro del Apocalipsis, revelación de Jesucristo, se muestra lo que ha de suceder en el curso del tiempo. Todo está contenido en un rollo sellado que nadie puede abrir. Solamente el «Cordero» (Cristo) tiene potestad para ello (Ap. 5:1-6, Ap. 5:12-13). El apóstol Pablo complementa este revelamiento en su primera carta a los Corintios: «Es preciso que Cristo reine hasta que haya puesto a todos sus enemigos debajo de sus pies (...) Y cuando dice que todas las cosas han sido sujetadas a él, claramente se exceptúa aquel que sujetó a él todas las cosas. Pero luego que todas las cosas le estén sujetas, entonces también el Hijo mismo se sujetará al que le sujetó a él todas las cosas para que Dios sea todo en todos» (1 Co. 15:25-28).

Es obvio que en el tiempo presente la situación del mundo pone de relieve que esa visión está lejos de cumplirse, cosa que no debe sorprendernos. La historia de la humanidad, desde la caída de Adán, ha sido -y es- una historia de rebeliones. Pablo sintetiza las características del hombre con dos palabras: «impiedad» e «injusticia» (Ro. 1:18). La impiedad distingue la deteriorada relación del hombre con Dios. La injusticia pone al descubierto los males que se derivan de ella en las relaciones con el prójimo.

La situación de la humanidad, que desde el punto de vista material ha ido progresando, pone al descubierto, a ojos vistas, el deterioro moral de la sociedad en prácticamente todo el mundo: ambición, odios, violencia, desamor. Pese a todo, el rollo de la historia está en las manos de Cristo y todo avanza hacia la consumación de la era presente. Con el nacimiento de Jesús se hizo patente que, paso a paso, los planes de Dios se van cumpliendo, en la vida de los individuos y en la de los pueblos. Muy pronto las palabras y las acciones de Jesús apuntaron a una obra de reconciliación del hombre con Dios, obra de salvación en el sentido más amplio. El modo como esa salvación se realizó no pudo ser más maravilloso; tampoco más enigmáticco. Fue el fruto de una inaudita humillación: «Cristo, siendo en forma de Dios, no consideró el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y hallado en su porte exterior como hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose a sí mismo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Fil. 2:6-8).

Esa humillación prosigue aún hoy en la vida de sus discípulos, muchos de ellos despreciados, vejados, perseguidos hasta la muerte. Pero eso no es el fin de la historia. El fin está descrito en la segunda parte del cántico de Fil. 2:6-11: Después de la humillación, la exaltación de Cristo «hasta lo sumo», el otorgamiento del «nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla... y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre» (Fil. 2:9-11).

Lo que al presente es para los creyente motivo de esperanza, en la conclusión de la historia será esplendorosa realidad. Así será, a pesar de las pruebas presentes y de la aparente tardanza del retorno.

El Señor dice: «Ciertamente vengo en breve».
Por eso la Iglesia, peregrina, clama: «Amén, sí, ven, Señor Jesús» (Ap. 22:20).

José M. Martínez
 


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