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Marzo 2008
Vida Cristiana y Teología
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La gran paradoja de la cruz

«A otros salvó; a sí mismo no se puede salvar» (Mt. 27:42)

La cruz, en el correr de los siglos, se ha convertido en símbolo del cristianismo, signo honroso que inspira respeto y reverencia. Pero no siempre es vista como símbolo del acontecimiento más grandioso registrado en la historia humana. Con motivo de la Semana Santa, la cruz vuelve a ser actualidad. Por ello nos parece conveniente recordar en estos días algunos de sus aspectos más esenciales. En el mensaje de la cruz radica el corazón del Evangelio de tal manera que una buena comprensión del mismo va a ser determinante en nuestra actitud hacia Cristo: cuanto mejor comprendamos su significado e implicaciones, tanto mayor será nuestro amor por el Señor y nuestro compromiso con Él. Y ésta es, a su vez, la mayor necesidad de muchos creyentes e iglesias hoy. Si llegáramos a vibrar de nuevo como Charles Wesley al componer su conocido himno «Cómo en su sangre pudo haber tanta ventura para mí...», no estaríamos lejos de un avivamiento.

En los días de Cristo la cruz era sinónimo de patíbulo; para los judíos, símbolo de ignominia y maldición (Gá. 3:13). Estaba reservada para los reos más abominables y era temida no sólo por los intensos sufrimientos físicos que causaba, sino también por la degradación moral que comportaba. Sin embargo, una cruz fue la meta de la carrera de Jesús.

No es de extrañar que en el mundo greco-romano del primer siglo la predicación apostólica, centrada en Cristo crucificado (1 Co. 2:2), fuese despreciada por muchos; les parecía un absurdo insostenible, un skándalon (locura) rechazado por los sabios de este mundo. Pero lo que para los incrédulos era motivo de burla, para los creyentes en Cristo (1 Co. 1:21-31) era el mayor motivo de gloria. Así la cruz vino a ser la más admirable de las paradojas. Analicémosla atentamente:

«A otros salvó»

La obra de salvación realizada por el Señor Jesucristo estaba en consonancia con su nombre: «JESÚS» (Salvador - Mt. 1:21). Con honda percepción espiritual y con absoluta transparencia verbal explicó Juan el carácter salvífico de la venida de Cristo al mundo: No para condenarlo, sino «para que el mundo sea salvo por él» (Jn. 3:17).

Durante los días de su ministerio público salvó a muchos:

  • En el sentido físico: Ciegos, sordos, paralíticos, epilépticos, leprosos fueron milagrosamente sanados, incluso algunos muertos fueron resucitados por él.
  • En la restitución moral de otros. ¡Cuántos hombres y mujeres pudieron dar testimonio de la maravillosa transformación de sus vidas! Publicanos como Mateo y Zaqueo; hombres respetables como Nicodemo; mujeres como la que, en casa del fariseo Simón, confesó con lágrimas de arrepentimiento lo inmoral de su vida pasada y obtuvo el perdón de aquel que vino a llamar no a los justos, sino a los pecadores que se acogen mediante la fe a la misericordia perdonadora de Dios.

Este elemento moral es básico en la acción salvadora de Cristo. Multitud de personas se pierden porque se consideran suficientemente buenas para merecer su justificación delante de Dios. ¡Cómo necesitaban la enseñanza de Jesús, ante quien no cabe la diferencia entre buenos y malos, entre pecadores y salvados! El Señor dice: «Si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente» (Lc. 13:1-4).

Gracias a Dios porque sus brazos paternales están siempre abiertos, como los del padre del hijo pródigo, para recibir al hijo que vuelve a él confesando su locura de abandonar la casa paterna para vivir «su vida». Asimismo Cristo es el buen pastor que, al echar en falta a una de sus ovejas, dejando las noventa y nueve cobijadas en el redil, va en busca de la descarriada hasta que la encuentra y la salva. «Porque el Hijo del hombre vino a buscar y salvar lo que se había perdido» (Mt. 18:11). Sin embargo,

«A sí mismo no se pudo salvar»

¿Era posible? Todos los recursos del poder de Dios estaban a favor de su Hijo. Así se puso de manifiesto desde el momento mismo del nacimiento de Jesús, cuando Herodes trató de acabar cruelmente con él. En Nazaret, tras su predicación en la sinagoga, los líderes religiosos intentaron en vano acabar con su vida por lapidación. En Jerusalén se intentó apresarlo y matarlo. Y en la hora suprema de su vida podía haber movilizado doce legiones de ángeles para impedir su apresamiento y su muerte. Pero Jesús no pidió a su Padre ser liberado de la malevolencia del sanedrín judío, de la debilidad de Pilato, gobernador romano, y del fanatismo fiero del pueblo. En la cruz está solo. Ningún ángel le acompaña; ningún discípulo le apoya.

Al parecer, en el Calvario, Jesús no encarna el poder del Dios Todopoderoso, sino la debilidad humana más absoluta. Así, sumido en la soledad y la impotencia, muere el que era Rey de cielos y tierra. Sólo tenía fuerzas para clamar: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» (Mt. 27:46). En aquel momento, Jesús no es visto como el Hijo amado, sino como el gran desamparado. ¡Paradoja! ¡Misterio!

De las tenebrosidades del Gólgota ¿puede surgir alguna luz que ilumine el acontecimiento más trascendental de la historia? ¿Es posible que una tragedia tremebunda -la crucifixión del Hijo de Dios- se haya convertido en fundamento glorioso de la salvación?

La explicación de la paradoja

Para entender la imposibilidad de que Cristo se salvase de los horrores de la crucifixión es indispensable que nos remontenos a los orígenes de la humanidad, a la relación entre Dios y el hombre, el Creador y la criatura. Dios había hecho todo lo necesario para que el ser humano fuese feliz en el admirable escenario del Edén: A la plácida comunión de Adán y Eva con su Hacedor, se unía la comunión de ambos entre sí. También el trabajo de cuidar la naturaleza -el jardín edénico- sería fuente de placer. No obstante, la primera pareja debía tener muy claro que su bienestar dependía de su dependencia de Dios y del acatamiento de sus santas leyes. Si la relación del hombre con Dios había de ser una bendición, el hombre tenía que mantenerse en la doble actitud de obediencia y gratitud. Este ideal, no obstante, se malogró por la ambición de Adán y su mujer. Tentados a ser como Dios, desobedecieron el mandato divino de no comer el fruto del árbol del bien y del mal; lo cual equivalía a hacerse dictaminadores de lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto; llanamente, a vivir a su antojo.

Esto era un acto gravísimo de rebeldía contra el Creador -el mayor de los pecados-. Y la rebeldía había de ser castigada con la justa retribución que sufrieron Adán y Eva y su descendencia. De este modo «el pecado entró en el mundo», y con el pecado la muerte. (Ro. 5:12-13). Pero la condenación no era el destino final de Adán. El Creador iba a ser también Salvador de los pecadores. El pecado no quedaría borrado en virtud de la misericordia divina. Era necesaria la expiación mediante un sacrificio que Dios pudiera aceptar como válido para que se abrieran las puertas del perdón y la reconciliación. Pero el único sacrificio aceptable a ojos de Dios era el de su Hijo amado, segundo Adán, «a quien Dios propuso como propiciación por medio de la fe en su sangre (...) con la mira de mostrar en este tiempo su justicia, a fin de que él sea el justo y el que justifica a los que creen en Jesús» (Ro. 3:25-26). «Así pues, como por la transgresión de uno (Adán) vino la condenación a todos los hombres, de la misma manera por la justicia de uno (Cristo) vino a todos los hombres la justificación de vida» (Ro. 5:18-19).

A la luz de estos textos bíblicos y de otros muchos, se aclara el misterio de nuestra redención. «El que no conoció pecado fue hecho pecado por nosotros para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él» (2 Co. 5:21). Ahora entendemos por qué Jesús no pudo salvarse a sí mismo. La paradoja resplandece con luminosidad celestial. Nos maravilla tanto amor, tan abnegada entrega. Lo hizo por mí. Y por muchos millones de seres humanos que hoy cantamos:

Jesús crucificado, mi Salvador, mi paz
fija en tu amor mi vista, junto a ti quiero estar.
Tu muerte, tu agonía, tu terrible penar
tener presente quiero y humilde contemplar.

José M. Martínez
 


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