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Abril 2008
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¡Resucitó...!

Si, como vimos en el Tema del Mes de marzo, la muerte de Jesús en la cruz es la base de nuestra salvación, su resurrección es la garantía de la misma; constituye el punto de partida en la historia del cristianismo y el sólido fundamento de nuestra fe. Refiriéndose a este magno suceso declaró el apóstol Pablo: «Si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación; vana es también vuestra fe» (1 Co. 15:14). Toda la portentosa estructura de la teología cristiana se cuartea, incluso se desmorona, y el testimonio apostólico se hunde en la categoría del mito. Pero, como añadió Pablo, «lo cierto es que Cristo ha resucitado» (1 Co. 15:20). Todos los intentos de algunos teólogos y de historiadores críticos han fracasado cuando han tratado de explicar científicamente el milagro; no han podido aclarar de modo satisfactorio el mensaje del sepulcro vacío, la realidad de que el Cristo de los Evangelios, después de haber muerto, volvió a la vida conforme a lo que él mismo había anunciado a sus discípulos (Mt. 20:19).

Admitida la certeza de la resurrección de Jesús, el cristiano se goza en las implicaciones prácticas que del suceso se derivan. Exponemos las más sobresalientes:

La resurrección de Cristo y la salvación del creyente

Un aspecto esencial de la salvación es la justificación (Ro. 5:19), es decir, la acción de Dios de declarar justo al pecador. Para muchos de nuestros contemporáneos el concepto de pecado suena a música medieval; exceptuados los delitos y faltas punibles por la ley humana, todo lo demás es considerado como escrúpulo de una conciencia morbosa. Sin embargo, hay formas de comportamiento que torturan a multitud de personas con sentimientos de culpa. Si a ello añadimos la conciencia de pecado derivada de la indiferencia o la desobediencia en su relación con Dios, veremos que el pecado no es una bagatela, sino una anomalía grave que Dios quiere corregir mediante la fe en virtud de la muerte expiatoria y la resurrección de su Hijo amado (Ro. 5:9-10; Ro. 8:33-34). Sobre esta base, Dios declara justos a todos los que creemos en Cristo, y «justificados por la fe, tenemos paz para con Dios» (Ro. 5:1). Esta salvación es avalada por la resurrección del Salvador. En palabras del apóstol Pablo: «Cristo es el que murió; más aún, el que también resucitó, el que además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros» (Ro. 8:34).

La resurrección y el señorío de Cristo

Cada vez que invocamos a Cristo como «Señor» confesamos su autoridad. Esa confesión no es la mera expresión verbal de un título glorioso; es el reconocimiento de que nuestra vida ha de estar seria y gozosamente sometida a su soberanía. De no ser así, caemos en la inconsistencia reprobada por Jesús mismo: «No todo el que me dice "Señor, Señor" entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos» (Mt. 7:21).

La obediencia a Cristo es fruto de la gratitud, y ésta, a su vez, de la muerte propiciatoria del Salvador: «El amor de Cristo gobierna nuestras vidas desde que sabemos que uno murió por todos... y que, por consiguiente, todos han muerto. Y Cristo murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos» (2 Co. 5:14-15). Pablo es radical cuando declara que «ninguno de nosotros vive para sí, y ninguno muere para sí, pues si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así, pues, ya sea que vivamos o que muramos, del Señor somos. Porque Cristo para esto murió y resucito y volvió a vivir, para ser Señor, así de los muertos como de los que viven» (Ro. 14:7-9).

Esa vida, así consagrada al Señor, constituye el honor más sublime a que el creyente puede aspirar. ¿Qué mayor honra que estar al servicio del Rey de reyes? Aguda visión espiritual han demostrado los creyentes que, a semejanza de Moisés (Heb. 11:24-27), han rechazado riquezas, gloria, poder para dedicarse a alguna forma de ministerio cristiano, aunque a simple vista parezca una pérdida, una degradación.

La resurrección de Cristo y la esperanza de sus redimidos

También la escatología cristiana tiene como sólido fundamento la resurrección de Jesús. Pedro nos lo recuerda cuando bendice al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos hizo renacer para una esperanza viva por la resurrección de Jesucristo de los muertos (1 Pe. 1:3). Y Pablo anima a los creyentes de Colosas con la perspectiva de la manifestación de Cristo al final de los tiempos: «Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces vosotros también seréis manifestados con él en gloria» (Col. 3:4).

Esta esperanza infunde gozo inefable y glorioso en el corazón del creyente, gozo que subsiste aun en medio de las más difíciles pruebas (1 Pe. 1:6-8; Ro. 8:37; 2 Co. 4:14-18). El enriquecimiento espiritual que proporciona la esperanza cristiana sería imposible si Cristo no hubiese resucitado. Con gran realismo y vigor ardoroso describe Pablo -como hemos visto- la vacuidad de la fe cristiana si Cristo no hubiese resucitado (1 Co. 15:13-19). «Mas ahora Cristo ha resucitado de los muertos» (1 Co. 15:20). A partir de ese suceso todo cuanto acontece en la vida del creyente, de la Iglesia o del mundo está iluminado con la gloria del poder que triunfa sobre el sepulcro. Nada ni nadie podrá extinguir jamás el esplendor de esa gloria.

Ha sido costumbre hondamente arraigada en la Rusia ortodoxa saludarse el día de Pascua con la afirmación «El Señor ha resucitado», frase a la que las personas saludadas responden: «Verdaderamente ha resucitado». Atinada confesión de fe que debiera brotar no sólo de los labios, sino del corazón de todo cristiano. ¿Brota del mío?

José M. Martínez
 


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