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Julio/Agosto 2008
Apologética y Evangelización
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Proclamando la esperanza de Cristo al mundo (III)

Los efectos futuros de la esperanza: La visión de la fe.

«Yo viviré esperándote, esperanza» (Miguel de Unamuno)

Hasta aquí hemos considerado los resultados presentes de la esperanza, sus efectos aquí y ahora. Sin embargo, en su dimensión más propia la esperanza mira al futuro. Como ya se ha dicho, «la esperanza tiene los dos pies en el suelo, pero la mirada en el cielo». Ahí es donde entra en acción la fe, el tercer «lado» de este incomparable triángulo de la vida cristiana: fe, esperanza y amor (caridad). La fe es la base de este triángulo, el fundamento en el que se basa la esperanza: «Es, pues, la fe la certeza de lo que se espera» (Heb. 11:1; Heb. 11:26). Se trata de una vinculación lógica pues «la esperanza que se ve no es esperanza; porque lo que alguno ve, ¿a qué esperarlo? Pero si esperamos lo que no vemos, con paciencia lo aguardamos» (Ro. 8:24–25).

Pero, ¿puede surgir la esperanza de un simple esfuerzo humano, personal o colectivo? ¿Es la esperanza una mera confianza en los demás o en que las cosas irán mejor en el futuro? «No hay tarea más urgente que la de devolver un poco de esperanza a aquellos que ya no la tienen... Nos falta esperanza porque nos falta fe». Las palabras de este periodista en el periódico francés Le Figaro apuntan a la diana correcta: sin fe no hay esperanza. La cuestión es: ¿fe en qué o en quién? Ello nos lleva al final de nuestras consideraciones y, al mismo tiempo, al meollo del mensaje cristiano.

¿Qué esperamos en el futuro? Esperamos a una persona: Cristo. La segunda venida en gloria del Señor Jesús es el ancla de la esperanza cristiana. Pablo nos lo deja claro en su carta a Tito: «Porque la gracia de Dios se ha manifestado... aguardando la esperanza bienaventurada y la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y salvador Jesucristo» (Tit. 2:11-13; ver también 1 Pe. 1:13 entre otros).

Ahí radica la gran diferencia entre la esperanza de las ideologías humanas –la utopía del marxismo, por ejemplo– y también la de las religiones orientales cuya esperanza consiste en una difusa supervivencia de algo llamado «espíritu», en un estado donde el ser humano pierde su individualidad para perderse en una fusión cósmica con el Universo o para reencarnarse en otra vida futura. El cristiano, por el contrario, aguarda una relación personal con Cristo –en el Cielo- juntamente con todo el pueblo de Dios (Ap. 21). Según nos enseña Ro. 8:23, esta expectativa tiene dos rasgos distintivos: «...y también nosotros mismos, que tenemos las primicias del Espíritu, gemimos dentro de nosotros mismos esperando la adopción, la redención de nuestro cuerpo». Aguardamos:

  • La adopción como hijos. Uno de los privilegios esenciales del cristiano –Dios es mi Padre- alcanza su clímax en el Cielo. Aquí en la tierra tenemos ya un anticipo; podemos dirigirnos a Dios como «el Padre nuestro que estás en los cielos», el Abba. Pero esta relación tan personal alcanzará su máximo esplendor cuando «Dios mismo estará con ellos como su Dios, y enjugará toda lágrima...» (Ap. 21:4). ¡Incomparable privilegio el ser llamado hijo adoptivo de Dios!
  • La redención de nuestro cuerpo. El cristiano no cree en la mera supervivencia del alma, sino en la resurrección del cuerpo. Hay muchas cosas que no sabemos sobre la vida futura en el cielo, pero una sí es segura: de forma tan misteriosa como cierta vamos a conservar nuestra identidad personal. Yo seguiré siendo yo. Ello será así por cuanto la imagen divina en nosotros hace que cada uno sea único e irrepetible a ojos de Dios. De ahí deriva la santidad de la vida humana, es decir que nadie puede matar a otro ser humano (Gn. 9:6). El Cristo resucitado tenía un cuerpo; era un cuerpo glorificado, pero aun así conservaba las cicatrices del martirio en la cruz y Mará Magdalena fue capaz de reconocerle por la voz.

Sí, la esperanza es inseparable de la fe personal en Cristo. No se alimenta de la nada ni surge espontáneamente del «suelo de la desesperación». En Él se hacen plena realidad las palabras del salmista: «Contigo está el manantial de la vida; En tu luz veremos la luz.» (Sal. 36:9).

Esta esperanza que se alimenta de la fe cambia por completo nuestra visión y nuestra reacción ante:

  • La brevedad y la fragilidad de la vida: «Ciertamente es completa vanidad todo hombre que vive, ciertamente como una sombra es el hombre» (Sal. 39:5-6). Al contemplar la vida como un tránsito hacia una «patria mejor», puedo mantenerme «gozoso en la esperanza y sufrido en la tribulación» (Ro. 12:12).
  • El dolor y el temor a la muerte: «no lloréis como los que no tienen esperanza». La esperanza en Cristo no nos hace inmunes al dolor de la separación o a otras formas de sufrimiento. Pero el cristiano tiene la certeza de que en el drama de la vida hay un segundo acto. Y en esta segunda parte, a la que llegaremos en breve porque la vida es un pasaje corto, nos aguarda «una herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible reservada en los cielos para vosotros» (1 Pe. 1:3-4).
  • El sinsentido del sufrimiento humano. Puede que ahora hayamos de sufrir «por un poco de tiempo» (1 Pe. 1:6). Pero el latigazo del sufrimiento –sea cual sea su forma de presentación- queda relativizado por la perspectiva de su final seguro. En la cruz, Dios le puso fecha de caducidad al sufrimiento: «Pues tengo por cierto que las aflicciones del tiempo presente no son comparables con la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse» (Ro. 8:18).

Todo ello transforma nuestra actitud y nos trae consuelo. La visión de la esperanza es la visión de la eternidad y abre ante nuestros ojos una perspectiva que deviene bálsamo para el corazón herido y le da sentido a la vida.

El himno «Habita en mí», escrito por un sencillo creyente inglés en su lecho de muerte, nos proporciona un excelente resumen del consuelo que reporta la esperanza en Cristo:

Habita en mí, Señor, vive conmigo
La tarde tristemente se apresura,
Condensan las tinieblas la pavura
Y estoy contento porque pienso en ti.

¿Dónde se halla, oh muerte, tu aguijón punzante?
¿Dónde, se encuentra, oh tumba, tu victoria
He de triunfar y te veré en la gloria
Si habitas, oh Señor Jesús en mí.

A modo de conclusión, y de forma muy breve, no podemos omitir una parte del versículo que es esencial: «en el creer... por el poder del Espíritu Santo».

Todo lo dicho hasta aquí no es obra humana, es una obra realizada por el Espíritu Santo. La esperanza alcanza su clímax en la cruz vacía –la resurrección de Cristo- pero se hace visible en Pentecostés. La aplicación de la esperanza a la vida del creyente es una experiencia sobrenatural, no un logro humano. De ahí la necesidad de depender de Dios para ir recibiendo por la acción del Espíritu Santo la esperanza de Cristo. Toda la Trinidad está implicada.

En el pasaje profético de Is. 61:1-3 se dice de Cristo: «El Espíritu del Señor está sobre mí, me ha enviado a predicar buenas nuevas a los abatidos, a vendar a los quebrantados de corazón... a consolar a todos los enlutados... a ordenar que a los afligidos se les dé gloria en lugar de ceniza... manto de alegría en lugar de espíritu angustiado...». Éste es el mensaje de esperanza que sigue vigente y ésta es la esperanza que proclamamos hoy al mundo en el siglo XXI.

La fidelidad de Dios en el pasado es la base de nuestra esperanza para el futuro, por cuanto en Él no hay «mudanza ni sombra de variación» (Stg. 1:17). Por todo ello, como David al considerar el carácter transitorio de la vida (Sal. 39:7), nosotros también exclamamos:

«Y ahora, Señor, ¿qué esperaré? Mi esperanza está en ti».

Pablo Martínez Vila
 

VII Congreso Evangélico EspañolEste tema es la tercera parte de la transcripción de la predicación del Dr. Pablo Martínez Vila en la clausura del VII Congreso Evangélico Español (celebrado en Barcelona en Diciembre 2007).
Mayo 2008: Proclamando la esperanza de Cristo al mundo (I)
Junio 2008: Proclamando la esperanza de Cristo al mundo (II)


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