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Enero 2010
Vida Cristiana y Teología / Fin de Año / Año Nuevo
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Años contados, camino sin retorno

«Los años contados vendrán, y yo iré por el camino de donde no volveré» (Job. 16:22)

El inicio de un año nuevo es un momento adecuado para reflexionar sobre el sentido de nuestra vida. Las palabras de Job pueden ayudarnos en esta reflexión por cuanto expresan una verdad tan solemne como irrefutable: todo ser humano está sujeto al fin que tanto nos arredra. El paso del tiempo nos enfrenta con el significado más profundo de la existencia.

Veamos algunas de las realidades del curso de nuestra vida:

Llevados por la corriente del tiempo

Agustín de Hipona decía acerca del tiempo: «Cuando no me peguntan qué es, lo sé; cuando me lo preguntan, no lo sé». Probablemente tenía razón. Desde el punto de vista objetivo, el tiempo es una sucesión de horas, días, meses, años... Subjetivamente es un contenedor en el que se acumulan infinidad de recuerdos y experiencias, de anhelos y esfuerzos. De ahí que la medición cronológica del tiempo no se corresponda con la impresión que produce en nosotros. Una hora de placer intenso puede parecernos un segundo, mientras que una hora de sufrimiento nos parece un año. De ahí la tremenda importancia del modo como usamos uno de los más preciados dones de Dios. Es incomprensible que algunas personas hablen de «matar» el tiempo.

El concepto más enriquecedor del término «tiempo» lo encontramos en el vocablo griego «kairós», usado en la versión original del Nuevo Testamento. Su significado es el de momento adecuado, oportunidad idónea. Con ese sentido lo hallamos en varios textos del NT. He aquí algunos ejemplos:

«El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios se ha acercado» (Mr. 1:15)
«Velad, pues, porque no sabéis el día ni la hora en que el Hijo del Hombre ha de venir.» (Mt. 25:13)

Este concepto tiene una implicación hermosa para los creyentes que es a la vez un privilegio y un deber: necesitamos estar alerta para reconocer lo que el tiempo-kairós puede depararnos en cuanto a oportunidades de servicio cristiano, y de nuestra relación con Dios. En este sentido hemos de tener en cuenta que el plan del Señor puede sernos mostrado de dos modos muy diferenciados: como pasión y como acción. Es como si el tiempo se nos presentara revestido de dos colores. Unas veces, el color de la pasión, es decir, de la prueba. Otras veces, de la acción. Dicho de otro modo, en nuestra vida hay tiempo para sufrir y tiempo para trabajar en el servicio del Señor; todo, en el fondo, fuente de bendición.

Muchas personas perciben el paso del tiempo como algo tan veloz que lo comparan a un caballo desbocado. A la luz de esta ilustración, podemos tener dos actitudes posibles hacia el tiempo:

Una actitud pasiva

El tiempo cabalga sobre nosotros. Ello nos lleva a aguantar lo que nos traiga el paso de los días y los años en una postura más propia del estoicismo que de la enseñanza bíblica. Con esta actitud no somos nosotros quienes administramos y controlamos el tiempo -ver Ef. 5:16- sino que devenimos simples caballos llevados por el caprichoso jinete del tiempo.

Una actitud activa

Nosotros cabalgamos sobre el tiempo. El jinete que lleva las riendas soy yo, buscando siempre el camino -el trayecto existencial- que Dios me va enseñando. De este modo procuro que mi vida se haga productiva en todos los órdenes; que en cada periodo se vaya cumpliendo lo planeado por Dios de acuerdo con Ef. 2:10: «...creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas». En este sentido nos sirve de ejemplo lo dicho por Jesús en su oración intercesoria: «He llevado a término la obra que me diste que hiciera» (Jn. 17:4). ¿Podremos decir lo mismo cada uno de nosotros? Que Dios nos ayude a ser buenos jinetes de nuestro tiempo en este año nuevo.

La limitación de nuestro tiempo en la tierra

«Los años contados vendrán...». Todos nuestros años en esta tierra están determinados por Dios y nadie aparte de él puede alargar su curso. Asimismo nadie ni nada puede acortarlo. Ninguna enfermedad, ningún accidente, ninguna agresión. El creyente, confiando en la soberanía amorosa de Dios, alza sus ojos al cielo y dice: «En tu mano están mis tiempos» (Sal. 31:15). Es cierto que nadie puede librarnos de la muerte (Heb. 9:27); pero Dios puede regular -y regula- todas las circunstancias de la vida humana y de su partida. Es de sabios reflexionar con serenidad en torno a las cuestiones de la vida y del «más allá». Platón decía que «la filosofía es una meditación sobre la muerte»; pero deberíamos añadir: «y sobre la vida».

Situémonos imaginariamente en esa hora final que nos espera y hagamos repaso de nuestra vida en el pasado. Cada uno de nosotros debe autoexaminarse y peguntarse con honestidad por su calidad como esposo o esposa, como padre o madre, como compañero en el seno de las sociedad, como miembro de una iglesia. A nivel cristiano, ¿cómo he vivido mi fe, con qué criterios morales? ¿A cuántos de mis hermanos he hecho bien, con mis palabras o con mis actos? ¿En qué forma de servicio me he ocupado? ¿A cuántas personas he guiado a Cristo? ¿He sido siervo bueno y fiel o malo y negligente?

Las consideraciones precedentes necesariamente nos conducen a la sobriedad en la estimación de nuestros logros y éxitos en la vida. Llegamos a la conclusión de que todos los bienes materiales, todos los títulos, todas las posiciones de honor, todos los placeres, todos los triunfos en nuestra carrera o profesión, todas las alabanzas humanas son como un sueño que se desvanece, vanidad de vanidades, por cuanto «nada hemos traído a este mundo y nada podremos llevarnos» (1 Ti. 6:7).

En cambio, el recuerdo de una vida de fe y amor –a semejanza de Jesús quien «anduvo haciendo bienes» (Hch. 10:38)- nos es fuente de satisfacción profunda en esta vida temporal y también en la vida eterna. Es un anticipo de la experiencia gloriosa al otro lado de la muerte. Por eso son «bienaventurados los que mueren en el Señor porque sus obras con ellos siguen» (Ap. 14:13).

En resumen, hay una sola pregunta decisiva: En este mundo ¿estoy viviendo para Dios y haciendo bienes a quienes me rodean o vivo egoístamente para mí mismo, usando lo mucho que Dios me ha dado para mi propio disfrute y ensalzamiento?

Camino sin retorno

«Pronto emprenderé el viaje por el camino de donde ya no volveré» (Job. 16:22 - Nueva Biblia Española)

Para la persona materialista y para el nihilista este viaje termina en el nicho o en polvo de ceniza. Tal era la idea del actor español Fernando Fernán Gómez en su libro Viaje a ninguna parte cuando escribía con rotundidad que «la vida es un viaje a la nada». Otros esperan alguna forma de supervivencia del alma en una reencarnación misteriosa tal como enseñan algunas religiones orientales. El cristiano, sin embargo, no cree en una mera inmortalidad del alma sino en la resurrección de toda la persona, incluido el cuerpo. Tiene la fe -«certeza de lo que se espera» (Heb. 11:1)- de que este viaje le lleva a «la casa del Padre» donde Cristo ha ido ya a preparar lugar (Jn. 14:1-3). Estaremos en el cielo juntamente con Cristo porque Cristo ha resucitado y con el mismo poder de su resurrección nos levantará a nosotros de entre los muertos (2 Co. 4:14).

A modo de conclusión hago mías estas hermosas palabras:

«A lo largo del río del tiempo
Nos deslizamos sobre su corriente imparable;
Mas pronto, muy pronto, veremos el fin.
Entonces flotaremos sobre el mar de la eternidad»

«Los años contados vendrán, y yo iré por el camino de donde no volveré» (Job. 16:22).
Y yo añado con gozo: «ni querré volver, porque estar con Cristo es mucho, muchísimo mejor» (Fil. 1:23).

José M. Martínez
 

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