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Marzo 2010
Psicología y Pastoral
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Ser antes que hacer (II)

Buscando las prioridades de la vida

Concluíamos el anterior artículo considerando el primero de los caminos seductores que la sociedad ofrece hoy: La opción humanista, «seréis como Dios». Vimos cómo la autoglorificación –el deseo de ser famoso y admirado– y la autorrealización –el buscar grandezas para uno mismo– constituyen la prioridad en la vida de muchas personas.

Hay otros dos caminos sin salida.

La opción autonomista: «somos libres» (Jer. 2:31)

Este camino también se nos aparece como muy atractivo. Su lema sería «sé libre, sé tú mismo, sé feliz». ¿A quien no le gusta sentirse así? Su poder de seducción está atrayendo –y arruinando– a miles de personas y familias. Nos presenta la independencia como la fuente de suprema felicidad. «Descubre tu propio camino y no dependas de nadie»; «mejor solo y tranquilo que acompañado con problemas». De nuevo, ¿no hay aquí un grano de verdad? ¿Dónde está el problema moral de esta opción? La asociación de la felicidad con la independencia es el argumento favorito del diablo. Así engañó a Eva y Adán haciéndoles creer que separados de Dios estarían mejor, serían promovidos a un estado de felicidad superior: «serán abiertos vuestros ojos, y seréis como Dios, sabiendo el bien y el mal» (Gn. 3:5).

Esta forma de ser también tiene una consecuencia: el rechazo del compromiso. Existe hoy una especie de «alergia» a cualquier situación que requiera compromiso. De ahí el aumento espectacular del número de personas que viven solas sin deseos de formar una familia o una pareja estable. Recuerdo a un compañero de estudios decir refiriéndose al matrimonio: «Mientras haya taxis libres, ¿por qué comprarse coche?». Formidable resumen de los valores del hombre actual ebrio de individualismo, de pragmatismo y de hedonismo. El compromiso requiere fidelidad, mantener pactos y ello se vive como una merma de la libertad para hacer lo que a uno le viene en gana en cualquier momento.

Esta filosofía explica que un hombre o una mujer después de 10 o 15 años de matrimonio le diga a su cónyuge: «Me voy; te dejo porque necesito mi espacio, necesito sentirme libre. Y además tengo derecho a ser feliz». Esta decisión desgarra una familia y engendra una gran dosis de patología emocional y social que se extiende como las ondas sísmicas de un terremoto. Autores incluso no cristianos reconocen la gravedad de esta forma de pensar y de actuar. Es potencialmente muy peligrosa porque una civilización no se puede mantener sin guardar los pactos o compromisos que son el «cemento» aglutinante de las relaciones personales, en especial las más íntimas.

El sociólogo Lipovetsky en su excelente libro La Era del vacío ha descrito con lucidez la realidad del individualismo contemporáneo. Entre otras ideas, destacamos por su interés la siguiente. Lipovetsky habla de la reducción progresiva del interés del ser humano por los demás en los últimos 50 años en forma de círculos concéntricos. El proceso sería éste:

  • Entre los años 1950–1970, al hombre le preocupaba mejorar el mundo. Había una inquietud social. Probablemente era una respuesta a la tragedia de la Segunda Guerra Mundial. Es el momento cuando surge la ONU, aparecen los movimientos de protesta juvenil (el Mayo francés, el movimiento hyppie, etc.), fenómenos sociales que querían cambiar el mundo. Se anhelaba un mundo mejor.
  • En la década de los años 80 (1980–1990 aproximadamente) se estrecha el círculo y uno se centra en la esfera de su trabajo. Lo importante es que la empresa vaya bien, una estabilidad laboral. Se aspira a un trabajo de por vida, y a una buena jubilación.
  • En los años 90 el hombre reduce aún más sus intereses, se repliega sobre sí mismo y vive sobre todo para su familia: yo y los míos. Estos primeros síntomas de individualismo dan lugar, primero en EEUU y después en Europa, a la filosofía del «no en mi patio trasero», es decir, oponerse de forma sistemática e intensa a cualquier proyecto que pueda afectar de forma real o supuesta mi bienestar. Así nadie quiere proyectos sociales cerca de mi casa: ni iglesias, ni centros de rehabilitación, ni siquiera hospitales.
  • En el año 2000 la reducción del interés por el prójimo ha hecho que la frase «yo y los míos» haya quedado reducida a otra mucho más corta: «yo». El mundo parece que se acaba conmigo, ya no importa nadie más que yo.

Las palabras del pueblo de Israel a Dios «Somos libres, nunca más vendremos a ti» (Jer. 2:31) las repiten hoy millones de personas que escogen este camino del «ser libre».

La opción materialista: «soy rico y de ninguna cosa tengo necesidad...» (Ap. 3:17)

Estas palabras que el ángel atribuye a la iglesia de Laodicea nos muestran que tampoco éste es un fenómeno moderno. El materialismo, la codicia por los bienes materiales, ha sido una constante en el corazón humano. En este caso la prioridad no es tanto ser como tener. Para las personas que se dejan llevar por este camino el ser viene en función del tener: «tanto tienes, tanto vales». En especial, la posesión de ciertos símbolos de status social que, supuestamente, confieren identidad e incluso superioridad. Estos símbolos de status varían en función de la edad, del lugar y de la época. Así, para un adolescente puede ser la ropa de marca o el teléfono móvil de última generación. Para un adulto maduro será el vehículo de gran cilindrada o una segunda vivienda en un lugar de «alto standing».

Cada generación tiene sus símbolos de status como nos recuerda la publicidad constantemente con sus mensajes, subliminales o agresivos, destinados al consumo. Ensalza la filosofía del triunfador en la línea que veíamos antes. Si es verdad que la publicidad refleja los valores contemporáneos, entonces el triunfo se mide por el automóvil que conduces, los hoteles donde te hospedas, el color de la tarjeta de crédito etc. Como reacción a ello ha surgido en EEUU un movimiento –el downshifting– que promueve el estilo de vida sencillo. No es más que poner en práctica la célebre frase de Francisco de Asís: «Necesito muy pocas cosas y las pocas cosas que necesito, las necesito muy poco».

Esta opción tiene, entre otras, dos grandes consecuencias.

  • El consumismo. Si el valor de la persona estriba en lo que posee, entonces cuanto más posees tanto mejor para ti. Tu patrimonio te da seguridad, autoestima. Ello lleva a comprar de forma compulsiva tanto lo que se necesita como lo totalmente innecesario. Las compras compulsivas constituyen un serio problema para muchas personas hoy. Es cierto que detrás puede haber factores psicológicos (ansiedad etc.), pero no tengo la menor duda de que la filosofía materialista de la vida es el motor que impulsa este fenómeno creciente. Alguien ha definido el consumismo como «comprar con el dinero que no se tiene aquello que no se necesita».
  • La cosificación de las relaciones. ¿En qué sentido? Cuando trato a las cosas como si fueran personas –rasgo distintivo del materialismo– acabo tratando a las personas como si fueran cosas. El ser humano se convierte en un mero objeto, el medio, el instrumento que me permite alcanzar mis metas: mi autorrealización y mi felicidad. No importa si para ello he de pasar por encima de sus «cadáveres» (hablo simbólicamente). Esta miserable realidad se ve a diario en los trabajos, en el matrimonio y en otras esferas de la vida.

Estas tres opciones son caminos sin salida, no llevan a ninguna parte. Expresándolo en las palabras del autor del Eclesiastés, son «vanidad de vanidades», son vacíos y fuente de vaciedad o frustración. Ello nos lleva de forma natural a considerar la respuesta bíblica. ¿cuál es la forma de ser que refleja la voluntad de Dios para nuestras vidas?

La opción bíblica: ser como Cristo

«Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón» (Mt. 11:29)

La prioridad del cristiano es la formación de un carácter moral, la forja progresiva del carácter de Cristo en nosotros. Ese principio lo vemos claramente expresado en textos como Romanos 8:29: «...para que fuesen hechos –llegasen a ser– conformes a la imagen de su Hijo». La meta última de mi vida es llegar a ser como Cristo. Todo lo demás palidece en importancia al lado de este objetivo supremo. No hay programa de vida mejor para un creyente o para una iglesia. Porque este principio no se aplica sólo al creyente individual, sino también a la iglesia: «todo el edificio –la Iglesia– bien coordinado va creciendo para ser un templo santo en el Señor» afirma con rotundidad Pablo en Efesios 2:21. Me preocupa escuchar repetidamente afirmaciones como «esta iglesia lo que necesita es un programa, un buen proyecto». ¿Es que hay algún «proyecto» más importante o más bíblico que promover todo aquello que contribuya a esta formidable «transformación» –metamorfosis– (ver 2 Co. 3:18) del creyente y de la iglesia a imagen de Cristo? ¿No será este énfasis en un «proyecto» una sutil influencia del secularismo, a imagen y semejanza, por ejemplo, de los partidos políticos o las empresas que funcionan a base de «proyectos»?

En lenguaje teológico a este proceso de cambio para llegar a ser como nuestro Maestro se le llama santificación. Y la santificación ha sido la prioridad y la marca distintiva de los grandes avivamientos en la historia de la Iglesia. Desde el movimiento de los Hermanos Moravos en el siglo XVIII con el Conde Zinzendorf hasta la eclosión del avivamiento metodista con Juan Wesley que transformó la Inglaterra de su época, sin olvidar la gran aportación de los puritanos, todos ellos han tenido un «proyecto» muy claro: la santidad. Una pregunta de reflexión aquí: la superficialidad de la fe y del compromiso que se observa hoy en muchos círculos evangélicos en Occidente, ¿no será porque se ha dejado de lado esta prioridad de llegar a ser como Cristo? En demasiadas ocasiones lo periférico ha venido a sustituir a lo central en la vida del creyente y de la iglesia, de modo que se pone más énfasis en los actos que en las actitudes, en el hacer que en el ser, en los programas que en EL programa. Si esto sucede en la vida de una iglesia, puede ser el primer paso para su naufragio espiritual. Podrá ser un buen club social, pero habrá fracasado como «templo santo en el Señor». La centralidad de la santificación es requisito imprescindible para un discipulado sólido. Además, este anhelo de «ser santos en toda nuestra manera de vivir» (1 Pe. 1:15) no es una opción para una elite más o menos espiritual sino el deber de todo creyente y de toda iglesia, «porque escrito está: sed santos , porque yo soy santo» (1 Pe. 1:16).

Los rasgos distintivos de este carácter moral de Cristo los encontramos ampliamente descritos, entre otros, en dos pasajes: el Sermón del Monte (Mt. 5–7) donde Jesús mismo explica con profusión de ejemplos y metáforas en qué consiste la nueva forma de ser. El otro gran pasaje es Gálatas 5:22–23 donde Pablo enumera los diversos elementos del fruto del Espíritu. Recomendamos al lector profundizar en estos dos pasajes a fin de tener una visión mucho más amplia de este carácter al que aspiramos. Sí queremos dedicar, no obstante, unas líneas al modelo que Cristo mismo nos marcó con su propia vida.

El ejemplo mismo de Jesús. La vida y las enseñanzas del Señor nos muestran numerosos ejemplos de esta prioridad del ser. Al final del Sermón del Monte, y a modo de resumen, Jesús exhorta a sus discípulos con una frase concluyente: «Así pues no os hagáis semejantes a ellos» (Mt. 6:8). El verbo en griego «no os hagáis como» –gígnomai– es el mismo que aparece en Romanos 8:29 antes considerado. Según J. Stott ésta es la esencia de todo este sermón: «no lleguéis a ser como ellos».

En otra ocasión el Señor exhorta a sus seguidores a «aprender de mí que soy manso y humilde» (Mt. 11:29). Lo fundamental de su enseñanza no radicaba en sus actos, por milagrosos y fantásticos que éstos fueran; tampoco en sus palabras, sabias y sublimes. El meollo de lo que tenían que aprender estaba en el carácter de Jesús: sus actitudes, sus reacciones, su amor. Incluso en la parábola de los talentos, pasaje que a primera vista nos habla de la importancia de una buena administración –el actuar bien– así como de los resultados, al final lo que se resalta por encima de todo es una actitud: «Ven, buen siervo y fiel, sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré» (Mt. 25:23). Se elogia la fidelidad del siervo, una virtud del ser. La productividad, los resultados quedan en segundo lugar; no es que no tengan importancia, la tienen; pero en la vida cristiana es más importante el cómo –las actitudes, el corazón– que el qué.

En el próximo artículo consideraremos las maneras cómo se aprende a ser como Cristo, la forja del ser.

Por ahora, concluimos afirmando con convicción que la recuperación de este anhelo de santidad y de consagración es la necesidad más urgente de la iglesia hoy.

Pablo Martínez Vila
 

Febrero 2010: Ser antes que hacer (I)
Mayo 2010: Ser antes que hacer (III)


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