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Abril/Mayo 2011
Semana Santa
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Y al tercer día... resucitó

«Si Cristo no resucitó, vuestra fe es vana.» (1 Co. 15:14)

«El cristianismo es la más sublime de las religiones, sobre todo porque es la religión de la resurrección». Estas palabras del escritor ruso Nicolás Berdiaev en su libro El sentido de la Historia enmarcan el hecho de la resurrección como el rasgo más singular de la fe cristiana.

La resurrección, fundamento de la Iglesia Cristiana

Si los Evangelios se hubieren cerrado con sus relatos sobre la persona y el ministerio de Jesús, hoy tendríamos una colección maravillosa de escritos religiosos; el más precioso, el de Jesús con su vida, sus milagros y sus enseñanzas. Pero su biografía tendría el más oscuro y deprimente de los desenlaces posibles: Jesús se convirtió en víctima inocente por parte del pueblo judío y sus autoridades.

Rechazado y denostado por haberse hecho Rey en el Reino de Dios, fue apresado sin culpa en la colina de Getsemaní y conducido al pretorio para ser juzgado. El gobernador romano, Pilato, el único que podía condenar a muerte, confesó la inocencia del preso. «No veo en él delito alguno»; pero la multitud exacerbada no cesaba de clamar: «¡Crucifícale, crucifícale!». Y Pilato les autorizó la cruel ejecución. Seis horas duró la tortura, al final de las cuales Jesús ya muerto fue depositado en el sepulcro nuevo de José de Arimatea (Mt. 27:57-61).

Así, del modo más desconsolador, tuvieron fin todas las ilusiones de los seguidores de Jesús. ¿Ilusiones? Sí, las esperanzas abrigadas por los apóstoles y sus seguidores estaban fuertemente teñidas de aspiraciones mundanas, de ambiciones inconfesadas de poder temporal. La experiencia de ver a Jesús agonizando en el Gólgota con el más horrible sufrimiento había de afectar la fe en el Maestro procedente de Galilea, iba a originar un desmoronamiento espiritual tan profundo como desgarrador. Así lo confesaron los dos discípulos de Emaus: «Nosotros esperábamos que él era el que había de redimir a Israel». Pero esa esperanza debía ser corregida. Lo que se veía con ojos ofuscados debía ser depurado por la presencia y la palabra del Cristo resucitado. Esa visión totalmente nueva está vinculada a uno de los grandes textos cristológicos del apóstol Pablo que relaciona la muerte de Cristo con su encarnación: Él, Cristo, era el Señor de la gloria, pero «se despojó a sí mismo tomando forma de siervo, ...y estando en la condición de hombre se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, ...para que todo hombre confiese que Jesucristo es el Señor» (Fil. 2:6-11).

De este modo, lo que aparentemente era una derrota sin paliativos vino a ser la más grande de las victorias. Daba la razón a Pablo en otra de sus osadas declaraciones: «Sorbida es la muerte con victoria» (1 Co. 15:54).

Así pues, al considerar la enseñanza bíblica en su globalidad se ve que la importancia teológica de la resurrección de Jesús nunca será ensalzada desmedidamente. Por el contrario, viene a ser el centro y meollo de la revelación. Según el apóstol Pablo, la resurrección es tan decisiva que de su veracidad depende la fiabilidad de todo el edificio de la fe cristiana, porque «si Cristo no resucitó, vana es entonces nuestra predicación, vana es también vuestra fe» (1 Co. 15:14).

Cristo vive: la resurrección como hecho histórico

En el lenguaje casi hermético de algunos teólogos, vedado a los no iniciados, se observa una predilección innecesaria por conceptos y expresiones oscuras. Pero lo más llamativo y preocupante es que la mayoría de veces desvirtúan la historicidad de las narraciones relativas a la crucifixión, la resurrección y la ascensión. Esta tendencia teológica puede hallarse profusamente en los escritos de nuestro tiempo. He aquí un ejemplo de lo que señalamos: «...la muerte y la resurrección de Cristo son sucesos cósmicos, no incidentes que han tenido lugar en una ocasión y que pertenecen al pasado. Por medio de ellos han sido fundamentalmente desposeídos de su poder, el viejo eón y sus potestades» (R. Bultmann).

Por lo general, las doctrinas contenidas en la Biblia son mucho más nítidas que los conceptos de los teólogos modernos. Al creyente sencillo le resulta mucho más comprensible el lenguaje de la prosa llana que el sofisticado del mito. No es de extrañar, por tanto, que la historicidad de la resurrección se diera como un hecho incuestionable en los primeros tiempos del cristianismo; no sólo los testigos de los días apostólicos, sino incluso los de días sub-apostólicos en los primeros siglos de la era cristiana y subsiguiente nos confirman esta realidad. Ciertamente, una cosa es mirar la resurrección con ojos críticos, otra muy distinta es hacerlo con una mirada agnóstica -casi incrédula- a cualquier fenómeno sobrenatural y milagroso. ¿No es limitar a Dios negar que en su poder y soberanía Él puede actuar de formas sobrenaturales?

Cristo vive en mí: las implicaciones espirituales de la resurrección

Podríamos ahondar más en las evidencias de la resurrección. Es importante disponer de una buena defensa -una apologética- con argumentos persuasivos. Pero ante la resurrección de Cristo no basta con tener buenas evidencias; hay que conocer también sus consecuencias. La historicidad de la resurrección conlleva el poder de la resurrección. Creer en su historicidad es la llave que nos franquea la puerta para contemplar el glorioso paisaje que este hecho implica. No podemos quedarnos en una lectura meramente histórica; es un hecho que tiene unas consecuencias espirituales y existenciales decisivas para cada ser humano. Por esta razón las doctrinas bíblicas más destacadas guardan relación con la resurrección. Cabe señalar, por ejemplo, la contraposición de las dos figuras más determinantes en la historia de la humanidad: Adán y Cristo. Por el primero, el pecado entró en el mundo, por el segundo, la salvación tal como argumenta el apóstol Pablo, una vez más nuestro gran mentor doctrinal (Ro. 5:12-21). A la doctrina de la justificación por la fe, debemos añadir la inmortalidad y la resurrección de los creyentes (1 Co. 15:12-58), esperanza cimentada en la resurrección corporal de Cristo. Mucho podríamos hablar también de la resurrección del Señor en relación con su Iglesia: somos un pueblo justificado porque Cristo fue «entregado por nuestras transgresiones y resucitado para nuestra justificación» (Ro. 4:25).

Todas estas doctrinas vinculadas a la resurrección no son algo teórico, frío. Tienen una consecuencia gloriosa para nosotros: si Cristo vive, Él vive también en mí. El poder del Cristo resucitado puede operar en cada ser humano una transformación interior semejante a la vivida por los discípulos de Emaús y por los apóstoles. Es una transformación que nos proporciona gozo, nuevas fuerzas y esperanza, la esperanza del Reino eterno de Cristo y la Parusía -el regreso en gloria de nuestro Señor. De tal manera que exclamamos exultantes «ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí» (Gá. 2:20).

Ésta es la mejor manera de recordar y honrar la resurrección.

José M. Martínez
 


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