Una experiencia universal
No parece del todo cierta la idea de que los humanos vivimos en un valle de lágrimas, donde todos suspiramos «gimiendo y llorando». Muchas personas disfrutan a lo largo de su vida de múltiples goces y se sienten satisfechas de su existencia. Sin embargo, difícilmente podría encontrarse una sola que, tarde o temprano, no haya tenido que experimentar días de angustia y sufrimiento. Algunos seres humanos incluso parecen haber nacido para el padecimiento; sus males tienen apariencia de crónicos. Lo normal es vivir periodos más o menos largos de relativo bienestar y, de pronto, vernos azotados por circunstancias, físicas o morales, intensamente dolorosas: una enfermedad grave, propia o de algún ser querido; la perspectiva de una operación quirúrgica de alto riesgo; un accidente de circulación que ha costado la vida al hijo, al hermano, al amigo, o los ha dejado penosamente lesionados para el resto de su vida; el hijito nacido con importantes deformaciones o minusvalías; la persona amada cuya vida va extinguiéndose paulatinamente bajo los efectos irreversibles del cáncer, de la enfermedad de Alzheimer, etc., la situación de soledad y desamparo en que vive una mujer con sus hijos, abandonados despiadadamente por un esposo y padre egoísta; la aflicción causada por el desempleo, la penuria, el fracaso reiterado en todos los intentos de abrirse camino honradamente en la vida, los males causados por las injusticias y la agresividad de los hombres: opresión, guerras, torturas, violaciones, o por enfermedades mentales, alcoholismo, drogas, sida....
Aún no compartiendo la filosofía budista en lo tocante a la necesidad de suprimir los deseos, debe reconocerse que Buda tenia razón cuando en su famoso sermón en Benarés decía: «El nacimiento es dolor, la vejez es dolor, la enfermedad es dolor, la muerte es dolor, la unión con lo que aborrecemos es dolor, la separación de aquello que amamos es dolor, no obtener lo que deseamos es dolor...». En el fondo, su discurso coincide con el lamento de Job: «El hombre, nacido de mujer, corte de días y harto de sinsabores» (Job. 14:1).
¿Hay luz para iluminar las tinieblas?
Podríamos prolongar la enumeración de situaciones dolorosas indefinidamente. En todas descubriríamos, además de sufrimiento, una carga de perplejidad agobiante. ¿Por qué nos han de sobrevenir en la vida padecimientos que destrozan el alma? ¿Es posible hallar en alguna reflexión luz y consuelo? La verdad es que muchas personas profundamente atribuladas, en medio de las mayores desgracias, se han sobrepuesto a su dolor y de él han sacado fuerzas para seguir viviendo no solo con resignación, sino con visión de las nuevas oportunidades positivas que la vida aún les puede ofrecer. ¿Existe algún secreto para tener esa experiencia?
Quien esto escribe es consciente de que el problema del mal en cualquiera de sus formas, está envuelto en la oscuridad del misterio. También conoce por propia experiencia lo ineficaces que suelen ser las palabras para infundir ánimo a quienes sufren. Las más de las veces no pasan de ser frases estereotipadas, rutinarias, las que usa todo el mundo al hablar con la persona sufriente. Si no se tiene algo más trascendente y vivo, mejor callar, limitarse al apretón efusivo de manos o al abrazo henchido de cálida simpatía. «Llorar con los que lloran» -como decía el apóstol Pablo- es siempre más eficaz que discursear con palabras huecas de sentido. Pese a ello, la persona que sufre piensa y se formula preguntas, deseosa de descubrir alguna perspectiva del padecimiento que lo mitigue e incluso lo sublime. Se hace inevitable reflexionar sobre la experiencia universal del dolor humano.
Cómo enfocar el sufrimiento
Aun a riesgo de simplificar en exceso, puede decirse que hay dos maneras de hacer frente al sufrimiento. Corresponden a dos concepciones distintas del universo y de la existencia humana. Una es la inspirada en una filosofía materialista, según la cual todo cuanto acontece en nuestra vida es resultado de un destino ciego, producto del azar. La otra es la que corresponde a la concepción cristiana.
Ante la primera sólo caben dos actitudes: la resignación o la resistencia desesperada. En el fondo, la gran disyuntiva hamletiana: «Ser o no ser», «sufrir los golpes y dardos de la insultante fortuna o tomar las armas contra un piélago de calamidades...»
La resignación ya fue predicada por los antiguos estoicos de Grecia y Roma, según los cuales el bien soberano consiste en ser indiferente tanto al placer como al dolor, con total exclusión de los afectos (apátheia). Pero ¿quién es capaz de tal indiferencia? ¿Quién se conforma con los males acarreados por un azar adverso? Quizá sólo los pusilánimes. Más «normal» es la reacción de resistencia, de negación incluso, con su indignado rechazo de la realidad dolorosa. «¡No!» exclamó desesperada Jackeline Kennedy tras oír los disparos y ver a su esposo ensangrentado, herido de muerto. «¡No puede ser!» es la frase que más comúnmente se oye ante situaciones extraordinariamente dramáticas. Desgraciadamente, la negación y toda resistencia resultan inútiles. El mal prosigue su obra despiadamente hasta concluirla destruyendo a sus víctimas.
La concepción cristiana del sufrimiento y de cuanto acaece en nuestra vida lo presenta todo dentro del marco de la providencia de un Dios sabio y amoroso. Al final todo es iluminado, aunque de momento deja sin contestar preguntas y sin aclarar algunos de los misterios implícitos en el gobierno divino del universo. Pero no podemos pasar por alto el gran problema que plantea la teodicea cristiana.
Una seria objeción
Es casi tan antigua como las creencias religiosas: «Si Dios existe, ¿por qué permite que suframos, a menudo de modo aparentamente injusto?» ¿Cómo armonizar su bondad con el dolor humano? Ha llegado a popularizarse la «lógica» de los ateos: «Si Dios es bueno y no acaba con el mal en el mundo demuestra que no es omnipotente. Si puede acabar con el sufrimiento y no lo hace, no es bueno». Particularmente sensibles a esta cuestión han sido los pensadores existencialistas (especialmente Camus). El gran teorizante del anarquismo, Bakunin, llegó a exclamar: «Si Dios existiese, habría que destruirlo».
Indudablemente hay mucho de misterioso en lo que Dios hace o permite en el curso de la vida de individuos y pueblos. Y no sorprende que muchos hallen en ello un escollo insalvable contra el que se estrella la fe. Resulta estremecedor el testimonio del judío Elie Wiesel (Premio Nobel de la paz), quien a los dieciséis años llegó al campo de concentración nazi de Buchenwald el mismo día en que, al anochecer, su madre y su hermana eran aniquiladas en el crematorio. Años más tarde escribió: «Nunca olvidaré aquella noche... Nunca olvidaré aquellas llamas que consumieron mi fe para siempre». Si a los horrores de Buchenwald y Auschwitz, añadimos la horripilante destrucción de Hiroshima y Nagasaki, la crueldad reinante en los campos de trabajo soviéticos, o las salvajadas cometidas más recientemente en Bosnia y Ruanda, sentimos una profunda consternación.
Sí, debemos admitir que la existencia del sufrimiento, al igual que la permisión de la injusticia, tiene mucho de misterio, y sería absurdo pretender la posesión de explicaciones fáciles para aclararlo. Se trata de una de las cuestiones más espinosas a que ha de hacer frente la apologética cristiana. Sin embargo, de la revelación bíblica surgen destellos luminosos que nos guían en medio de la oscuridad.
Algunas consideraciones bíblicas
Vivimos en un mundo anormal
Frente a la objeción antes expuesta, la Biblia nos muestra ya en sus primeras páginas que el mundo actual, tal como lo conocemos nosotros, no corresponde al propósito y al hacer original de Dios. Acabada la obra de la creación, «vio Dios que todo lo que había hecho era bueno en gran manera» (Gn. 1:31). Pero el hombre, creado a imagen de Dios -y, por consiguiente, perfectamente libre-, en su libertad decidió rebelarse contra la soberanía de Dios en un intento de hacerse él mismo dios. Esto significó un cataclismo moral, de consecuencias gravísimas que afectarían no sólo al orden moral, sino también al físico. En la caída de la humanidad, la creación entera fue arrastrada a una situación anormalmente dolorosa. El sufrimiento es, pues, resultado del trastorno causado por la ruptura del hombre con Dios. Ahora el sufrimiento, como el mal en sus diferentes formas, está desatado y lo invade todo. Pero no debe perderse de vista que el noventa por ciento, o más, de los sufrimientos son causados por el hombre mismo, por su imprudencia o por su maldad. El conductor de un coche no respeta los límites de velocidad y se mata al estrellarse en una curva. ¿Puede hacerse responsable a alguien que no sea él mismo y su temeridad? Los millones de víctimas de la guerra con sus secuelas de hambre, exilio, encarcelamientos, torturas, violaciones, muerte... ¿no sufren a causa de la ambición, la soberbia y la inmoralidad de quienes desencadenan el conflicto? ¿Qué razón hay para culpar de todo a Dios?
Pero aun en los casos en que el sufrimiento no deba achacarse a torpeza o perversión humanas, no tenemos motiva para hacer a Dios responsable de él. Reiteramos lo dicho más arriba. Vivimos en un mundo en el que el orden armonioso del principio ha sido alterado; y el actual «orden» natural -más bien desorden- incluye diversas formas de mal, tanto físico como moral. Dios, de momento, lo permite, a veces de modo que parece injusto. En algunos casos se abstiene de evitarlo, dejando que los acontecimientos sigan su curso según la relación de causa a efecto. Con todo, es mucho más lo que, en su providencia, hace para impedirlo. Sólo él sabe cuantas veces ha intervenido para evitar la desgracia. Además ninguna situación aquí en la tierra es definitiva. Llegará el día cuando «la creación misma será gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Ro. 8:21). Entonces «enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte; no habrá más clamor, ni llanto, ni dolor» (Ap. 21:4). El penoso desquiciamiento del mundo actual desaparecerá para siempre para dar lugar a una nueva creación, de la que surgirán «cielos nuevos y tierra nueva» (Ap. 21:1). En ellos todo será perfecto.
Al juzgar las obras de Dios, incluida su providencia, no podemos fijar nuestra atención sólo en hechos aislados -en particular los dolorosos-, sino en la globalidad de su acción; no en experiencias temporales, sino en las dimensiones eternas de su plan.
Dios no es impasible ante nuestros sufrimientos
Dios no es indiferente al dolor de los seres humanos. Como leemos en Isaías 63:9, «en toda angustia de ellos él (Dios) fue también angustiado». La idea de la impasibilidad divina -que Dios es incapaz de padecer- es de carácter filosófico, pero carece de base bíblica. La mejor demostración de que Dios quiere compartir nuestros padecimientos y remediarlos es la encarnación de su Hijo. Jesucristo vino al mundo como Emmanuel (=Dios con nosotros). En Cristo participó Dios de la aflicción humana en sus más variadas formas. Y en la cruz la «pasión» divina alcanzaría su punto culminante con un suplicio físico y moral incomparable. Dios no ha permanecido alejado de los dramas humanos, contemplándolos insensible desde las alturas celestiales. Él ha descendido a la palestra y se ha situado compasivamente a nuestro lado. En la lucha contra el sufrimiento y el pecado -causa de las mayores desdichas-, Cristo ocupa el lugar decisivo. Así pues, frente a cualquier experiencia dolorosa, nunca podremos culpar a Dios de inhibición injusta contraria a su amor. Siempre habremos de reconocer que también Cristo, Dios-hombre con los hombres, padeció, que nuestros sufrimientos nunca serán comparables a los suyos y que su presencia entre nosotros es no sólo un ejemplo de fortaleza ante el dolor, sino un estímulo poderoso impartido por su Espíritu.
Dios el gran Consolador
En su compasión, Dios conforta a los afligidos que le invocan. En palabras del apóstol Pablo, Dios es «padre de misericordias y Dios de toda consolación; él nos consuela en todas nuestras tribulaciones» (2 Co. 1:3-4). Es bálsamo vivificante la simpatía humana en nuestras horas de dolor; pero mucho más lo es la certidumbre de que Dios no desampara a quienes confían en él. Nada tan alentador como su promesa: «No temas, porque yo estoy contigo; no desmayes porque yo soy tu Dios; yo te doy vigor; sí, yo te ayudaré y siempre te sostendré con la diestra de mi justicia» (Is. 41:10). No menos expresivas y reconfortantes son las palabras de Cristo: «Estas cosas os he hablado para que en mí tengáis paz. En el mundo tendréis aflicción; mas confiad, yo he vencido al mundo» (Jn. 16:33). Innumerables creyentes han experimentado la efectividad de estas declaraciones.
Transformación del sufrimiento
La Biblia y la experiencia nos muestran también que a menudo Dios torna el sufrimiento en robustecimiento moral y enriquecimiento espiritual. Hay maravillas que sólo podemos percibirlas en circunstancias de gran tribulación. Hay mucho de aleccionador en el testimonio de la joven bosnia de Sarajevo. Tras años de asedio de la ciudad por las tropas serbio-bosnias, que habían cortado el suministro de electricidad, decía: «Por la noche estamos sin luz, pero eso nos permite ver mejor las estrellas».
Es verdad que en muchos casos el dolor, físico o moral, produce el hundimiento total de quien lo sufre. Hasta cierto punto, es lógico en quien carece de la perspectiva cristiana. Pero el creyente en Jesucristo tiene la certidumbre de que «en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman» (Ro. 8:28). No importa lo oscura que sea la noche del presente; volverá a amanecer. Entretanto, el sufrimiento contribuye a robustecer su carácter, como el vendaval hace que el roble se arraigue más firmemente en el suelo. Con el apóstol puede decir: «Nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce paciencia; la paciencia, carácter probado, y el carácter probado, esperanza» (Ro. 5:3-4). En no pocos casos, lo que humanamente parecía una horrible desgracia ha abierto una nueva perspectiva de la vida, que se ha hecho más plena, más enriquecedora. El autor piensa en un caso especial que ha conocido muy de cerca. Un matrimonio magnífico, excelentes amigos suyos, vivió hace años la amarga experiencia de la enfermedad de Alzheimer que sufrió el esposo, todavía joven. Al deterioro mental de éste siguió su proceso irreversible hasta que su vida se convirtió en simple vegetar. Finalmente, la muerte. Sólo quienes han tenido experiencias semejantes pueden hacerse una idea de lo que la familia, especialmente la esposa, sufrió. Humanamente había motivos para derrumbarse. Pero ella era -y es- una fiel cristiana. Robustecida por la Pablaba y la gracia de Dios, dejó de pensar en sí misma para pensar en la multitud de familias que pasan dolorosamente por el mismo camino que ella había recorrido. Sintió como vocación divina el impulso de hacer algo para ayudar a tales familias, y como resultado de ese sentimiento promocionó la formación de la Asociación de Familiares de Enfermos de Alzheimer de Cataluña, de la que ha sido presidenta durante diez años. Sólo Dios sabe el bien que tal Asociación ha hecho orientando y ayudando a incontables familias que padecen los efectos de la devastadora enfermedad.
El ejemplo mencionado no es único. Ha habido muchos más. Creyentes que han sido triturados por el sufrimiento, que han visto truncados los planes de su vida; pero que no han caído en la desesperación. No se han deshecho en execraciones. No han alzado airadamente su puño contra el cielo. Han aceptado lo determinado por la providencia divina. Se han puesto en las manos de Dios y, a semejanza del «grano de trigo que cae al suelo y muere, pero lleva mucho fruto» (Jn. 12:25), han iniciado una vida nueva en forma de ministerio en favor de los atribulados. Mucho mejor que autolacerarse lamentando la desgracia, ya irreparable, es mirar arriba y adelante. La vida puede tener aún muchas sorpresas bellas... y provechosas para las personas que viven a nuestro alrededor. Vale la pena seguir viviendo con coraje y esperanza.
La palabra de Dios da un sentido trascendente al sufrimiento
«Lo que al presente es leve y momentáneo -nuestra tribulación- nos produce un eterno caudal de gloria» (2 Co. 4:17). Por supuesto, no significa este texto bíblico que -como piensan muchos- con nuestro sufrimientos acumulamos méritos válidos para nuestra salvación. Los únicos sufrimientos con méritos para salvarnos son los de Cristo en la cruz. Pero el dolor nos ayuda a liberarnos de las servidumbres temporales y a vivir más en consonancia con nuestro destino eterno. Tal experiencia permite que el cristiano, aun en medio de las más adversas circunstancias, pueda mantenerse «gozoso en la esperanza y sufrido en la tribulación» (Ro. 12:12). La esperanza cristiana ilumina todo el futuro de la vida en la tierra y nuestro destino más allá de la muerte. Su base es la palabra de Cristo: «Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá» (Jn. 11:25). El Nuevo Testamento abunda en referencias al glorioso destino eterno de los redimidos.
Ha sido a través de agudos padecimientos que muchas personas han reflexionado seriamente sobre el sentido de la vida y de la muerte. Su reflexión, guiada por el Evangelio, las ha llevado a Dios en una experiencia de auténtica conversión. Y en Dios han encontrado la plenitud de la vida, con la dimensión trascendente que la enriquece, con el poder que la mantiene en esferas de paz y vigor aun en las oscuras profundidades del sufrimiento.
¿Subsisten las sombras del misterio en torno al dolor humano? Indudablemente. Pero esas sombras no necesariamente han de impedirnos reconocer a Dios como un Dios de amor, aun entre la nieblas de su providencia. Pese a todo, aún hay motivos para asumir lo que escribió un joven judío en un muro del gueto de Varsovia durante la segunda guerra mundial:
Creo en el sol aunque no luce.
Creo en el amor aunque no lo siento.
Creo en Dios aunque no lo veo.
Algunos testimonios notables
De un patriarca
«Vosotros pensasteis mal contra mí, mas Dios lo encaminó a bien.» (Gn. 50:20) - José, gran visir de Egipto, a sus hermanos que años antes le habían vendido como esclavo a unos mercaderes que se dirigían al país del Nilo.
De un salmista
«¿Por qué te abates, oh alma mía y te turbas dentro de mi? Espera en Dios porque aún he de alabarle, salvación mía y Dios mío.» (Sal. 42:5) - Testimonio de esperanza en medio de la depresión.
«Dios es nuestro amparo y fortaleza, nuestro pronto auxilio en las tribulaciones. Por tanto, no temeremos, aunque la tierra sea removida y se traspasen los montes al corazón del mar.» (Sal. 46:1-2) - Expresión de confianza y coraje frente al cataclismo.
De un profeta
«¿Por qué me haces ver iniquidad y toleras la vista de la aflicción?» (Hab. 1:3) - Pregunta angustiosa de Habacuc, perplejo ante la aparente injusticia de que Israel fuese castigado por un pueblo pagano más impío que él.
«Aunque la higuera no eche brotes, ni en las vides haya fruto, aunque falte el producto del olivo y los labrados no den mantenimiento, las ovejas falten en el aprisco y no haya vacas en los establos, con todo yo me alegrará en el Señor y me regocijaré en el Dios de mi salvación. Yahvéh el Señor es mi fortaleza, el cual hace mis pies como los de las ciervas, y en mis alturas me hace andar.» (Hab. 3:17-19) - Bellísima descripción del triunfo de la fe.
De una poetisa
«El Señor es mi fortaleza y mi cántico. Ha sido mi salvación.» (Éx. 15:2) - Cántico de María, hermana de Moisés, tras el paso del Mar Rojo a su salida de la esclavitud de Egipto.
De un apóstol
«Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros? El que no eximió ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él todas las cosas?... ¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación, angustia, persecución, hambre, desnudez, peligro, espada?... En todas estas cosas somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó. Porque estoy persuadido de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados... ni ninguna cosa creada nos podrá separar del amor de Dios que es en Cristo Jesús, nuestro Señor.» (Ro. 8:31-39) - Pablo exponiendo la majestuosa perspectiva de la salvación cristiana en su epístola a los Romanos.
Palabras de despedida de Jesucristo
«No se turbe vuestro corazón; creéis en Dios, creed también en mí... La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón ni tenga miedo... Levantaos, vámonos de aquí.» (Jn. 14:1, Jn. 14:27, Jn. 14:31) - Del mensaje de Cristo a sus discípulos la noche en que fue entregado para ser crucificado.
José M. Martínez