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¿Una imagen nueva para Jesús?

¿Una imagen nueva para Jesús?

A finales de marzo (del año 2001) algunos de los periódicos más prestigiosos de España reproducían una noticia cargada de sensacionalismo. La BBC de Londres ha preparado una serie televisiva titulada “El Hijo de Dios”. Una de las principales preocupaciones de los productores ha sido presentar una imagen física de Jesucristo lo más cercana posible a la auténtica. Para ello se partió de un cráneo del siglo I hallado en un cementerio judío durante la construcción de una carretera en Jerusalén. El forense Richard Neave, de la Universidad de Manchester, sometió el cráneo a técnicas usadas para identificar a personas muertas y desfiguradas en circunstancias violentas. El resultado ha sido la imagen de un Cristo de pómulos y nariz prominentes, cabello rizado, ojos saltones y tez morena, como puede apreciarse en el grabado, bien diferente de la que los artistas han ofrecido hasta ahora en sus lienzos y esculturas. Tengo la impresión de que la nueva imagen, por sus rasgos poco atractivos, difícilmente inspirará el menor sentimiento de devoción al Hijo de Dios.

La nueva reproducción ha suscitado en mí una pregunta: ¿Qué han pretendido la BBC y el productor J. C. Bragard con su original descubrimiento? No juzgo intenciones ajenas, pero no puedo evitar cierta sospecha cuando en defensa de una proposición se alega con énfasis el uso de métodos científicos y de “las últimas tecnologías” como se ha hecho al presentar la imagen mencionada. Hoy los términos “ciencia” y “tecnología” encandilan a muchas mentes poco críticas que dan por verdadero todo lo que un científico pueda decir, pese a que los científicos serios son muy cautos en sus afirmaciones, siempre consideradas como provisionales, abiertas a la rectificación o incluso a ser abandonadas. Con fina ironía escribía el periodista Quim Monzó sobre el tema: “Vivimos en el imperio de la imagen y, con la ayuda de la informática, son posibles todos los juegos de manos. Si nadie pone freno, en un año son capaces de decidir las caras exactas de todos los personajes de la historia que estudiamos de niños. Y al primer descuido nos ofrecerán también nuestra imagen computerizada y descubriremos que nuestra auténtica cara no se parece en nada a la que vemos cada mañana en el espejo.” (La Vanguardia, 30 marzo 2001). En cuanto al propósito de la obra, las palabras del productor Bragard son suficientemente iluminadoras cuando pronostica que la serie “pondrá en duda afirmaciones tanto de creyentes como de ateos”. ¿Se trata, pues, a falta de finalidades más edificantes, simplemente de engendrar dudas? ¿O quizá sólo se busca aumentar la audiencia por los intereses comerciales que ello conlleva?

Expuesta la noticia, nuestro comentario inicial es bien simple: la imagen del rostro de Jesús nos tiene sin cuidado, pues lo que importa no es su apariencia física, sino su persona, su carácter y su obra. Una excesiva atención a lo corporal podría nublar su naturaleza divina y aminorar el componente espiritual de su obra redentora consumada en la cruz. Sin embargo, puestos a pensar en la posible cara del Salvador, saldremos beneficiados si la consideramos a la luz de los datos bíblicos, aunque no lleguemos nunca a obtener un retrato auténtico, ni siquiera aproximado.

Jesucristo, según los evangelios, fue el único hombre perfecto que ha habido en el mundo, totalmente exento de pecado. Esto nos permite pensar que en su rostro no podía haber ninguna de las señales de disipación que suelen verse en los de personas que han vivido sumidas en el vicio. Es verdad que las apariencias pueden engañar, pero generalmente se da por cierta la afirmación de que “la cara es el espejo del alma”. En el caso de Jesús parece lógico pensar que su expresión facial había de mostrar las virtudes de su carácter, reflejo del de Dios. El apóstol Pablo decía que la gloria de Dios resplandeció en la faz de Jesucristo (2 Co. 4:6). Consecuentemente, la expresión de la cara de Jesús revelaría la justa indignación que sintió al ver la dureza de corazón (Mr. 3:5) de sus incrédulos adversarios o el sacrilegio cometido por los mercaderes que en el templo habían convertido la casa de Dios en cueva de ladrones (Mt. 21:12-13). Pero igualmente nos sentimos movidos a ver a Cristo con cara de bondad inefable cuando invitaba a que los niños fueran a él, cuando perdonaba al paralítico o a la mujer pecadora, cuando sanaba a los enfermos, cuando restauraba a un Pedro apóstata arrepentido. A esto debe añadirse lo difícil que resulta imaginarse a Aquel que se veía a sí mismo como manso y humilde de corazón (Mt. 11:29) con expresión arrogante. Es más lógico pensar que su semblante acreditaba sus exhortaciones a la humildad. También parece innegable que el semblante de Cristo irradiaba serenidad. Aun en los momentos más difíciles de su vida no perdió la calma. Siempre reaccionó con sosiego, infundiendo tranquilidad y confianza a su alrededor. Así se puso de manifiesto cuando una tempestad hacía temer el naufragio de la barca en que viajaban él y sus apóstoles (Mt. 8:23-27). También en Getsemaní asombró su imperturbabilidad cuando se acercaba a él la cuadrilla que iba a prenderle (Mt. 26:47-56). ¿Y cuál no sería su semblante cuando pocas horas antes de su apresamiento dijo a sus discípulos: No se turbe vuestro corazón; creéis en Dios, creed también en mí (Jn. 14:1) y La paz os dejo, mi paz os doy... no se turbe vuestro corazón ni tenga miedo (Jn. 14:27).

Parte esencial de la cara de una persona son los ojos. ¿Qué diremos de los de Jesús? ¿Eran azules, verdes, castaños? No importa el color. Lo importante es descubrir en ellos el poder de su mirada amorosa, poder que conmovió el ánimo del joven rico, incapaz de seguir al Maestro por el peso de sus riquezas (Mr. 10:17-22). Fue la mirada de Jesús lo que atravesó la conciencia de Pedro, que le había negado tres veces (Lc. 22:61-62). Para mí lo más impresionante es que el rostro de Cristo más de una vez fue regado con lágrimas: a la vista de Jerusalén, la ciudad rebelde contra el Enviado de Dios (Lc. 19:41), y ante la tumba de Lázaro (Jn. 11:35). En el primer caso lloraba por lo trágico que resulta oponerse a la verdad divina encarnada en Cristo. En el segundo, por el dolor humano experimentado ante la muerte. También lloró en Getsemaní (Heb. 5:7), abrumado por el peso del pecado humano que había de llevar sobre sí a la cruz.

De este modo se reproduce en mi imaginación y en lo más profundo de mi ser la imagen del Señor Jesucristo. Su rostro me habla de rectitud moral, de santa y sana intransigencia respecto al pecado. Pero también de amor, de perdón, de amistad inmerecida (amigo de publicanos y pecadores que no titubea en alojarse en la casa de cualquier Zaqueo). Y, a la vista de tal imagen, agradecido alabo a Dios, porque, en el curso de la historia, un día envió a su Hijo para ser el Salvador del mundo. ¡Mi Salvador!

Con eso tengo suficiente. Al fin y al cabo, por fe andamos, no por vista (2 Co. 5:7). Pero al mismo tiempo, por fe, contemplo con gozo el día en que veré a Cristo tal como es (1 Jn. 3:2), pues en los cielos nuevos, sus siervos le servirán, y verán su rostro (Ap. 22:3-4), sin duda tan resplandeciente y glorioso como el que tres apóstoles vieron en el monte de la transfiguración (Mt. 17:2). En esa esperanza vivo y procuro servir a mi Señor.

José M. Martínez
 


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