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Mayo 2002
Vida Cristiana y Teología
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Espíritu Santo, ¿creyentes santos?

En el curso de este mes de mayo muchas iglesias celebrarán de algún modo dos acontecimientos de la máxima trascendencia: la ascensión del Señor Jesucristo a la diestra de Dios Padre y la venida del Espíritu Santo sobre la comunidad cristiana naciente. Es sobre este segundo hecho que centraremos nuestra atención, particularmente sobre su persona y su obra en el creyente.

Personalidad divina del Espíritu Santo

No es fácil alcanzar una comprensión clara de lo que en lenguaje teológico se conoce como «tercera Persona de la Trinidad». Es mucho más comprensible lo que la Escritura nos dice sobre el Señor Jesucristo, el Verbo encarnado, manifestado como hombre entre los hombres. Pero el Espíritu Santo es eso: «Espíritu», invisible y misterioso. Comparable al viento, «de donde quiere sopla y oyes su sonido; pero no sabes de dónde viene ni adónde va» (Jn. 3:8). También en su obra hay mucho de enigmático, pues por un lado muestra la magnificencia divina, y por otro pone al descubierto la debilidad y la miseria humanas. Pero hay algo que sí es claro: el Espíritu Santo no es una energía impersonal, un fluido divino secreto. Es una «persona», al igual que el Padre y el Hijo, que se relaciona con las restantes personas de la Trinidad y con los seres humanos. En sus funciones actúa como vicario único (no hay más) de Cristo, pues, conforme a lo prometido por el Señor mismo, vino a ocupar el lugar dejado por él el día de su ascensión (Jn. 14:15-17; Jn. 15:26; Jn. 16:7). Después de Pentecostés, la Iglesia cristiana se formó, desarrolló y expandió por la acción prodigiosa del Espíritu divino, que la enriqueció espiritualmente con sus carismas o dones. Por su amplitud, no disponemos de espacio para tratar este aspecto del tema este mes (tal vez lo hagamos en alguna ocasión futura). De momento, nos limitaremos a reflexionar sobre otra faceta, no menos importante, de la obra del Espíritu:

El Espíritu Santo en la experiencia del creyente

La obra del Espíritu en el creyente individual es tan importante como amplia. A ella se debe la experiencia cristiana de principio a fin. De manera sucinta mencionaremos las facetas más destacables de esa obra bajo los calificativos o títulos que , a la luz del Nuevo Testamento, pueden atribuirse al Espíritu Santo:

Regenerador

La vida nueva del cristiano comienza con su «nuevo nacimiento» o regeneración, que es obra del Espíritu (Jn. 3:6-8). Es él quien «redarguye al mundo de pecado, de justicia y de juicio» (Jn. 16:8-11), moviendo así al arrepentimiento y la fe, «para que todo aquel que cree en él (Cristo) no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn. 3:14-15).

Revelador

El Señor Jesucristo fue el revelador por excelencia. Su persona, su carácter y su obra fueron la más perfecta revelación de Dios (Heb. 1:1-3), tan diáfana que pudo decir: «El que me ha visto ha visto al Padre» (Jn. 14:9). Parece, sin embargo, que tan perfecta revelación mediante el Hijo debía ser complementada por la acción del Espíritu de Dios. De él dijo Jesús: «Os enseñará todas las cosas y os recordará todo lo que yo os he dicho» (Jn. 14:26). Y «cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará a toda la verdad, porque no hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo cuanto oiga» (del Padre y del Hijo) (Jn. 16:13).
Esa acción iluminadora fue comprendida por Pablo en su admirable profundidad. Su pensamiento penetró en áreas asombrosas de conocimiento espiritual: «cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido al corazón del hombre...» Y añade: «Pero Dios nos las reveló a nosotros por medio del Espíritu, porque el Espíritu todo lo escudriña, aun lo profundo de Dios» (1 Co. 2:9-12). En la medida en que nosotros seamos auténticamente espirituales estaremos en condiciones de captar lo que el Espíritu enseña a los nacidos de nuevo.

Consolador

Con este término se refirió el Señor varias veces al Espíritu Santo (Jn. 14:16; Jn. 14:26; Jn. 15:26; Jn. 16:7). En su sentido original el nombre (parácletos) está asociado a la acción (parakaléo), que significa no sólo consolar, sino también alentar, confortar, estimular; literalmente: estar junto a alguien para ayudarle.
Mientras Jesús estuvo en la tierra, durante su ministerio público, siempre estuvo junto a sus discípulos, y siempre les ayudó, cualquiera que fuese la necesidad de ellos. Pero con su ascensión ¿no se produciría un gran vacío? Sus fieles seguidores ¿no quedarían huérfanos? En modo alguno; el vacío sería llenado por el Espíritu Santo (Jn. 14:16-18). En la experiencia del creyente puede haber muchos altibajos, pero nunca le falta la asistencia del Espíritu, por más que con frecuencia no seamos conscientes de ello. ¿Acaso no hemos percibido una y otra vez que, tras un periodo de debilidad espiritual, se ha producido un cambio profundo en nosotros; que nuestra fe, combatida por múltiples dudas, ha sido inesperadamente robustecida, y nuestro ánimo reavivado? El fenómeno no es humanamente inexplicable; se debe a la acción del Espíritu Santo, con el cual estamos sellados (Ef. 1:13). él nos ha iluminado, nos ha reconfortado y nos ha guiado conforme al plan que Dios tiene para la vida de cada uno de sus hijos.

Intercesor

Nos infunde aliento saber que Cristo, a la diestra del Padre, intercede por nosotros (Ro. 8:34; Heb. 7:25). Pero la Sagrada Escritura nos enseña algo más: también el Espíritu Santo actúa como intercesor a favor nuestro (Ro. 8:26-27). él suplementa y perfecciona nuestras oraciones. ¡Cómo necesitamos esa acción, pues «qué hemos de pedir como conviene no lo sabemos»! Más de una vez pedimos mal, animados de apetencias demasiado carnales. A esas oraciones Dios no puede responder positivamente (Stg. 4:3). Pero lo que nosotros no logramos lo consigue el Espíritu Santo, «porque conforme a la voluntad de Dios intercede por los santos» (Ro. 8:27). De este modo, la protección del creyente en el camino de la fe perseverate queda doblemente garantizada.

Santificador

El Espíritu es Santo. Comparte la santidad de Dios, la perfección moral absoluta. Y precisamente porque es santo, es también santificador. Es él quien va transformando al creyente a la imagen de Cristo (2 Co. 3:18). No basta con que el cristiano aparezca a ojos de Dios como santo porque está santificado en Cristo (1 Co. 1:2). Eso sería una santificación meramente jurídica. Pero es necesario que la santidad se haga visible en la conducta. Ha de evidenciarse que el cristiano es una nueva creación, que «las cosas viejas pasaron y todas son hechas nuevas» (2 Co. 5:17). Pablo, escribiendo a los corintios, menciona tipos de personas que no heredarán el reino de Dios (fornicarios, idólatras, ladrones, estafadores, entre otros). Y a renglón seguido añade: «Y esto erais algunos; mas ya habéis sido lavados, ya habéis sido santificados, ya habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesús y por el Espíritu de nuestro Dios.» (1 Co. 6:9-11). Este lenguaje es claro. Los creyentes corintios ya no eran lo que habían sido antes de su conversión a Cristo. En ellos se manifestaba el poder transformador del Espíritu. Sin embargo, su santificación no había sido completa. En muchos de ellos quedaban escandalosas manifestaciones de la «carne»: celos, contiendas, disensiones (1 Co. 3:3), y la iglesia en su conjunto había adoptado una actitud pasiva en el caso del incestuoso descrito en 1 Co. 5. ¿Cómo se explica que un cristiano, santificado, pueda caer en tales formas de pecado?
No sólo en Corinto se dio tal inconsistencia. En la Iglesia de todos los tiempos se han visto no pocos errores y debilidades, actos pecaminosos que han puesto en entredicho la autenticidad de la profesión de fe cristiana. En la lucha del espíritu contra la carne (Gá. 4:17), con frecuencia ha sido ésta la que ha obtenido la victoria. Y si tenemos en cuenta que tras el espíritu del creyente actúa el Espíritu de Dios, ¿deduciremos que, en último término, es el Espíritu Santo el derrotado? En este problema hay mucho de misterioso, como lo hay en el ser humano y en su comportamiento. Sin caer en un determinismo mecanicista radical, ¿no habremos de admitir que en nuestra conducta hay poderosos factores condicionantes que el Espíritu Santo no elimina? ¿Significa esto que no somos responsables de nuestros actos? En modo alguno. Esos factores (genéticos, temperamentales, circunstanciales) pueden no ser eliminados, pero sí superados cuando estamos llenos del Espíritu, plenamente abiertos a su influencia. De ahí la necesidad de no apagarlo (1 Ts. 5:19) ni entristecerlo (Ef. 4:30) con nuestras resistencias y nuestra complacencia en licencias pecaminosas. El verbo usado en Ef. 4:30 (lypéo, contristar) tiene un paralelo en Mt. 26:38: «Mi alma está muy triste (peri-lypos) hasta la muerte», patética declaración del Señor Jesús en Getsemaní. ¿Acaso el Espíritu Santo tiene su propio Getsemaní cuando nosotros le contristamos? El Hijo de Dios pasó por experiencias de humillación en su encarnación, su pasión y su muerte (su kenosis). ¿Estará teniendo el Espíritu Santo experiencias semejantes al autolimitarse en el ejercicio de su ministerio santificador? Probablemente. Con todo, lo que ahora es incompleto y defectuoso en nuestra santificación será un día pleno y perfecto (Fil. 1:6; 1 Jn. 3:2-3). Entretanto llega ese día, el Espíritu no cesará da ayudarnos a pesar de nuestra debilidad (Ro. 8:26).
Al gozarnos en esa esperanza, alabamos a Dios por el Espíritu Santo que nos ha sido dado (Ro. 5:5), porque él no es solamente nuestro Santificador, sino también, como hemos visto, nuestro Guía, nuestro Intercesor y el Consolador que nos estimula y alienta, permaneciendo siempre cerca, «con nosotros y en nosotros» (Jn. 14:16-17) para ayudarnos pese a las oscilaciones de nuestra fe y de nuestro ánimo. ¡Bendito sea!

José M. Martínez
 


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