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Tengo dudas... ¿Soy realmente cristiano?

Esa es la pregunta que inquieta a muchos creyentes sinceros. Un día conocieron el Evangelio; aceptaron su mensaje como la verdad suprema; reconocieron a Jesucristo como su Salvador y Señor, y desde entonces han procurado servirle lo más fielmente posible. A pesar de todo, en muchos momentos su fe parece debilitarse envuelta en nubes de incertidumbre y ello les produce perplejidad y torturador desasosiego. ¿Puede un creyente auténtico dudar de lo que ha venido a ser lo más preciado de sus convicciones? ¿Acaso la paz y el gozo que la fe le ha reportado se debe a una ilusión? Las preguntas de este tipo podrían multiplicarse. Salta a la vista que son de una importancia vital y que vital es analizar y resolver el angustioso problema que plantean, máxime si se tiene en cuenta el juicio poco favorable que algunos textos bíblicos presentan del hombre que duda (Mt. 14:31; Lc. 8:25; Lc. 24:25; Stg. 1:6). Pero asimismo es conveniente tener ideas claras sobre la duda en sí, sus causas y su remedio.

Significado de la duda

Dos son los verbos que se traducen por «dudar»: diakrino y distazo. El primero, en el Nuevo Testamento, significa generalmente «vacilar», el segundo, «estar dividido». Ambos sugieren la idea de oscilar entre dos pensamientos. Esa oscilación impele a una reflexión crítica, a un análisis o juicio (ése es otro de los significados de diakrino en el griego clásico) de las alternativas que la duda plantea. Es demasiado torturador vivir siempre en el crepúsculo de la incertidumbre. Pero ese conflicto no es en sí un mal, y menos un pecado. Es normal en el ser humano, dotado de capacidad mental para discernir entre lo verdadero y lo falso, entre lo bueno y lo malo. Se ha dicho con razón que la duda acompaña al pensamiento como la sombra al cuerpo. Si esto es así -y creemos que lo es- puedo adelantarme a Descartes y decir: «Dudo, luego pienso»; y acto seguido añadir con él: «Pienso, luego existo». Ambas afirmaciones son ciertas. Y su correcta interpretación puede ser la clave del progreso en todos los ámbitos del pensamiento humano, el pensamiento cristiano incluido.

Que la duda es una experiencia universal apenas necesita demostración. En el fondo tenía razón Unamuno cuando hiperbólicamente afirmaba que «pensar es dudar y nada más que dudar». Dudan el débil y el poderoso, el rico y el pobre, el sabio y el inculto, el ateo y el creyente. Entre los representados por este último tipo hallamos eminentes personajes bíblicos. Abraham «creyó a Dios» (Gn. 15:6), pero su fe necesitaba pruebas o señales para sostenerse (Gn. 15:8). Sara, su mujer, fue más transparente, y ante el anuncio de que en su vejez concebiría y daría a luz un hijo, «se rió» pensando que el cumplimiento de tal promesa era del todo imposible (Gn. 18:12). Jacob vacila entre su confianza en Dios y el temor a la venganza de su hermano Esaú (Gn. 32). Jeremías ha experimentado el poder de Dios y de su palabra, y confía en él; pero la rebeldía de su pueblo le atormenta hasta el punto de prorrumpir en quejas y lamentos contra Dios (Jer. 12:1-3). En la confusión de su mente emerge con fuerza la duda. Una experiencia semejante tiene Habacuc. ¿Acaso no brotaban de sus dudas las preguntas que ponían en tela de juicio la actuación de Dios? (Hab. 1:12-17). Y en el Nuevo Testamento encontramos igualmente ejemplos de creyentes fieles que dudaron: Pedro (Mt. 14:31), Juan el Bautista (Mt. 11:2-3), los discípulos del Señor después de su resurrección (Mt. 28:17; Lc. 24:37-38), Y la incredulidad de Tomás (Jn. 20:24-25) ¿no fue una crisis de fe provocada por la duda?

Todos estos ejemplos nos muestran que ningún cristiano está completa y definitivamente libre del conflicto entre el creer y el no creer, entre aceptar sin titubeos la palabra de Dios y admitirla a medias, con reservas, al menos provisionalmente. Esta experiencia en sí puede no tener nada de pecaminoso; pero encierra el peligro de que, si se prolonga, acabe debilitando nuestras convicciones y nuestra voluntad, con peligro de caer en la incredulidad y la desobediencia a Dios. No olvidemos que el primer pecado en el mundo tuvo su origen en una duda: la de Eva cuando la serpiente le sugirió la posibilidad de que no fuese verdad lo que Dios había dicho (Gn. 3:1).

Resumiendo, podemos decir que la duda, en su sentido neutro, es una actitud mental de incertidumbre ante un concepto, una palabra, un hecho o una persona. Esa actitud puede resolverse con un afianzamiento en lo que se cree o con una inclinación al escepticismo, incluso a la negación de aquello que antes se ha dado por cierto. Cuando se trata de cuestiones espirituales, la duda puede tener un carácter de prueba que acaba con el robustecimiento de la fe. Pero también puede ser una tentación maligna; ceder a ella siempre tiene efectos desastrosos.

Las dudas más comunes

Prácticamente, en su totalidad, pueden incluirse en alguno de los grupos generales que indicamos seguidamente con indicación de las preguntas que más frecuentemente generan:

1. Dudas de tipo intelectual.

Tienen que ver con la existencia y el carácter de Dios, con su bondad, su providencia. ¿De veras es justo y misericordioso? Si lo es, ¿por qué permite la maldad de los impíos y el sufrimiento de los justos?
Otras veces surgen de la lectura y estudio de la Biblia, de determinados problemas que plantean algunos de sus textos, o de las conclusiones expuestas por los críticos que con sus teorías socavan la veracidad y autoridad de las Escrituras.

2. Dudas de tipo existencial.

Tienen su origen en circunstancias adversas: pobreza, enfermedad, inseguridad económica, sufrimiento por crueles desengaños, pérdida de seres queridos, soledad, ancianidad en situación de abandono. ¿Por qué, Señor, por qué? ¿Cómo creer en la promesa «No te dejaré ni te desampararé» (Jos. 1:5; Heb. 13:5)?

3. Dudas de origen espiritual.

¿Puede un Dios tan grande preocuparse de mí, tan insignificante y despreciable? ¿Realmente escucha Dios mis oraciones si no veo respuesta alguna? ¿Puedo considerarme cristiano si todavía estoy lleno de defectos y no logro librarme de algunas de mis debilidades?

4. Dudas por causas anímicas.

La medicina psicosomática nos muestra la estrecha relación que existe entre el organismo físico y la mente y cómo se influyen recíprocamente. Y la experiencia ha puesto de manifiesto que el estado psíquico asimismo influye en el espiritual, a menudo con efectos negativos. En muchos casos las dudas se acrecientan cuando la persona está deprimida, pues todo, aun lo más sagrado y querido, lo ve envuelto en una persistente niebla.
Cualquiera que sea el tipo de duda que nos asalte, es importante tratar de resolverla, pues si se prolonga demasiado puede debilitar peligrosamente nuestra vida espiritual.

Qué hacer con las dudas

En el primer punto de este artículo hemos incluido a Juan el Bautista entre los personajes bíblicos que en algún momento de su vida se vieron asaltados por la duda. Juan se hallaba preso en la fortaleza de Maqueronte mientras Jesús anunciaba el advenimiento del Reino de Dios y obraba maravillas. Pero si Jesús asombraba al mundo con su predicación y sus actos poderosos, ¿por qué no ponía fin a la injusticia de su encarcelamiento? El precursor empieza a dudar. ¿Era Jesús realmente el Mesías que él mismo (Juan) había presentado (Jn. 1:19-23; Jn. 1:26-27) o se había equivocado al hacerlo y debían «esperar a otro»? Juan hizo lo más sensato para poner fin a ese interrogante torturador: llevó su duda a Jesús por medio de dos de sus discípulos (Mt. 11:2-3). Y Jesús no le defraudó. No contestó con un «sí» o un «no». Simplemente pidió a los dos enviados que contaran al acongojado preso los prodigios que estaba obrando Jesús (Mt. 11:4-6). Pero sin duda esto era suficiente. Aunque él, Juan, no acabara de entender el porqué de su encarcelamiento, si Jesús realmente estaba haciendo tan grandes milagros, no cabía la duda; era el Cristo Salvador.

Lo mismo debe hacer todo creyente cuando sufre a causa de sus dudas: llevarlas al Señor, lo que es factible mediante la oración. él puede, por medio de su Espíritu y a través de su Palabra, iluminar nuestro entendimiento y tranquilizar nuestro espíritu de tal modo que las dudas desaparezcan o por lo menos queden arrinconadas y adormecidas en algún sótano de nuestra mente. En algunos casos el problema quizá no se resolverá de ese modo, directamente. Entonces puede resultar eficaz la mediación humana, como en el caso de Juan. La exposición de nuestra duda -o dudas- a una persona espiritualmente madura, experimentada (un buen pastor puede ser la más indicada), suele ser muy iluminadora. La luz de la conversación puede disipar la niebla de la incertidumbre. Puede darnos razones convincentes para afirmar nuestra fe sobre los fundamentos cristianos más sólidos y, sobre esos fundamentos, ir consolidando la estructura de nuestras creencias. Pese a su escepticismo, Alberto Camus tenía razón cuando decía que «al que busca le basta una certeza. Se trata solamente de sacar de ella todas las consecuencias». Algunos ejemplos: si acepto la fiabilidad y la autoridad de la Biblia en su conjunto, no me turbará demasiado el problema que halle en alguno de sus pasajes. Si doy por cierto que Dios es justo y misericordioso, no me inquietarán los misterios de su providencia. Si considero probada la resurrección de Cristo, ¿por qué dudar de mi resurrección en el día de su segunda venida? Si estoy seguro del valor expiatorio de la muerte de Cristo, no dudaré de que «su sangre me limpia de todo pecado», con lo que desaparecerá la tortura de los sentimientos de culpa. De este modo se robustece la fe y se debilitan las vacilaciones.

La superación de las dudas y la confirmación de la fe deben ser la aspiración de todo verdadero cristiano en un proceso de consolidación espiritual. En muchos casos, al principio se comienza con una fe escasa, débil. En los evangelios hallamos varios ejemplos de «poca fe» (Mt. 6:30; Mt. 8:26; Mt. 14:31; Mt. 16:8; Lc. 12:28), o de fe agonística en lucha contra el descreimiento y la desconfianza (la del padre del endemoniado epiléptico que ante Jesús exclama: «Creo, Señor, ayúdame en mi incredulidad» (Mr. 9:23-24). Pero en otros textos del Nuevo Testamento también se hace referencia a una fe creciente (2 Co. 10:15; 2 Ts. 1:3), que puede conducir a una fe fuerte o, lo que es lo mismo, a la plena certidumbre de fe (Heb. 10:22). Fue el caso de Abraham, quien finalmente «creyó en esperanza contra esperanza... y no se debilitó en la fe... Tampoco dudó, por incredulidad, de la promesa de Dios, sino que se fortaleció en fe dando gloria a Dios» (Ro. 4:18-20).

A esta sólida certidumbre debe aspirar todo creyente. Y a ella puede llegar si sigue el camino que hemos indicado , por más que, aun después de alcanzada, todavía alguna vez revoloteen dudas en torno a su mente. Como decía Spurgeon, no podemos evitar que los pájaros vuelen sobre nuestra cabeza, pero podemos evitar que hagan su nido en ella.

José M. Martínez
 


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