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Marzo 2005
Familia y Relaciones Personales
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Buscando la paz en las relaciones personales

Del conflicto a la reconciliación (I)

¿Cómo hacer las paces con un amigo, un hermano en la iglesia o con mi esposo/a después de una discusión? ¿Por qué a veces nos cuesta tanto? ¿Qué consejos nos da la Biblia en este tema?

Antes de considerar la práctica de la reconciliación, necesitamos unas reflexiones previas sobre la enseñanza bíblica en torno al enojo y la ira.

El enojo no siempre es pecado. De hecho hay ocasiones en las que el no airarse puede ser ofensivo para Dios. El silencio cómplice ante determinadas conductas desagrada profundamente al Señor. Se nos dice de Pablo que mientras andaba por las calles de Atenas «su espíritu se enardecía viendo la ciudad entregada a la idolatría» (Hch. 17:16). Y ¿qúe diremos del mismo Señor Jesús cuando, indignado, «cogió un azote de cuerdas y volcó las mesas de los mercaderes en el templo» (Jn. 2:13-16). Hay, pues, un tipo de ira que lejos de ser pecado expresa el enfado del creyente al contemplar el mundo con los ojos de su Señor. Es lo que podemos llamar una ira santa y justa.

¿Cuándo la ira se convierte en pecado? Pablo, por otro lado, nos da a entender que también es posible airarse sin pecar: «Airaos, pero no pequéis» (Ef. 4:26). A la mayoría de nosotros nos hubiera gustado tener una lista de situaciones en las que podemos enfadarnos sin pecar, pero no se nos especifican. Es providencial que Pablo fuera muy inconcreto en este punto. Al apóstol no parecen preocuparle los tipos y causas de conflicto que llevan al enojo. Sin embargo, de manera inmediata puntualiza la condición para que el enojo no se convierta en pecado:

«No se ponga el sol sobre vuestro enojo» (Ef. 4:26). En otras palabras, la ira llega a ser pecado cuando no va seguida de una pronta reconciliación, «antes que se ponga el sol». Nadie debe acostarse con el corazón dominado por la ira. Ello es así porque el enojo guardado es el primer paso hacia el odio y ambos juntos crean un caldo de cultivo idóneo para la amargura. Y esta tríada es instrumento favorito del diablo para destruir relaciones de todo tipo, desde un matrimonio hasta la comunión fraternal en la iglesia. Tanto el odio como la amargura necesitan de la «célula madre» que es el enojo prolongado. Por esta razón Pablo señala como vital que «el sol no se ponga sobre nuestro enojo».

Tener, pero no retener la ira. Ningún creyente debe hacer «conserva» de resentimiento en su corazón. ¡Qué triste es cuando dos personas se echan en cara agravios u ofensas después de largo tiempo, incluso años!: «Tal día hace cinco años me dijiste o hiciste algo que me enojó mucho». El hábito de hacer la paz, perdonarse y volverse a acercar con prontitud, si es posible antes de que acabe el día, es la mejor manera de prevenir separaciones, divisiones y luchas en todos los ámbitos, en especial la familia, el matrimonio y la iglesia, pero sin olvidar nuestras relaciones laborales y sociales. Merece la pena invertir esfuerzos en esta exhortación del apóstol, no sólo por sus efectos balsámicos en las relaciones, sino sobretodo porque ésta es la voluntad de Dios para todo cristiano que quiere imitar a su Señor.

¿Cómo saber la salud de una relación? En esta línea, debemos afirmar que la salud de una relación, vg. el matrimonio, no se mide tanto por lo mucho o lo poco que discuten o se enojan las dos partes, sino por el tiempo que tardan en reconciliarse. Este es el termómetro más fiable: ¿Cuánto tiempo tardan en resolver sus discusiones y enfados? Si son capaces de hacerlo pronto, esta relación tiene un fundamento excelente aunque la frecuencia de sus «chispas» haga pensar lo contrario. Si tardan días o semanas en hacer la paz, la relación se está envenenando con la peor ponzoña: el enojo almacenado que lleva al desprecio del otro, a la frialdad y, finalmente a la muerte de la relación. Conozco casos de matrimonios que han estado dos años sin dirigirse la palabra. Esta forma de reaccionar nos lleva de forma natural a considerar los pasos prácticos para lograr la reconciliación.

La puesta en práctica: Pasos hacia la paz

Vamos de nuevo a buscar la base bíblica, fuente de nuestra instrucción, para abordar este punto crucial. Seguimos con Pablo, esta vez en Ro. 12, capítulo antológico en el que se nos muestra cómo las nuevas relaciones de aquel que ha nacido de nuevo deben estar marcadas también por actitudes nuevas, algunas de ellas verdaderamente revolucionarias:

«No paguéis a nadie mal por mal... Si es posible, en cuanto dependa de vosotros, estad en paz con todos los hombres. No os venguéis vosotros mismos, amados míos, sino dejad lugar a la ira de Dios. Así que si tu enemigo tuviere hambre, dale de comer; si tuviere sed, dale de beber; pues haciendo esto, ascuas de fuego amontonarás sobre su cabeza. No seas vencido de lo malo, sino vence con el bien el mal» (Ro. 12:17-21).

Un paso previo: evitar la venganza. «No os venguéis. Vence con el bien el mal».

El paso inicial para la reconciliación es el autocontrol que nos permite detener nuestro impulso natural de devolver mal por mal. Esta actitud, tan arraigada en el corazón humano, es venganza. No debemos limitar el concepto de venganza a sus formas más graves como la violencia planificada o el homicidio. Estas formas extremas sólo se ven en casos excepcionales.

La venganza puede ser mucho más sutil. De hecho, es una reacción casi espontánea de nuestra naturaleza caída. La observamos incluso en los niños: «¡Cuándo te coja!» o «me las pagarás» son frases bastante habituales en el vocabulario infantil. En sus formas «menores» todos hemos caído alguna vez en la venganza, que es -en esencia- devolver mal por mal.

Esta reacción es un obstáculo para restaurar una relación. Si quieres la paz, no te dejes dominar por tu ego ofendido o tu dignidad herida. Ciertamente no es nada fácil. Nuestro primer impulso es: «Sus palabras (actos) me han hecho mucho daño y esto no lo olvidaré nunca». Esta reacción es comprensible en un primer momento porque expresa el dolor de una herida; pero enseguida debe dar lugar al dominio propio, a evitar la «explosión». La palabra de Dios está llena de consejos al respecto, en especial en el libro de Proverbios:

«El necio al punto da a conocer su ira; mas el que no hace caso de la injuria es prudente» (Pr. 12:16); «El que fácilmente se enoja hará locuras» (Pr. 14:17); «La cordura del hombre detiene su furor, y su honra es pasar por alto la ofensa» (Pr. 19:11).

Este dominio propio que no se deja arrastrar por la venganza y que auto controla las explosiones de ira aun cuando tiene razón no es de origen humano sino divino. Para conseguirlo no bastan nuestros esfuerzos o una férrea voluntad; es sobrenatural porque viene de Dios (2 Ti. 1:7) y es una parte del fruto del Espíritu. No se nos pide, por tanto, luchar con nuestras propias fuerzas, sino con la ayuda poderosa del Señor Jesús, ejemplo supremo de persona «mansa y humilde» quien fue ofendido y humillado mucho más de lo que puede serlo cualquiera de nosotros (recordemos, por ejemplo Is. 53).

Evitar la venganza supone también renunciar a toda actitud o conducta destructiva, sobre todo de formas aparentemente inocuas, como la indiferencia. Frases como: «Para mí esta persona ha muerto» son formas de venganza impropias del cristiano. Del escritor irlandés G. Bernard Shaw son estas palabras que podemos hacer nuestras: «El peor pecado contra el prójimo no es odiarle, sino mostrarle indiferencia».

Una de las experiencias más tristes que recuerdo de mi vida profesional como psiquiatra es un juicio al que tuve que asistir en calidad de perito. Una pareja cristiana se había separado y luchaba por la custodia de sus hijos. Nunca olvidaré el día de la visita, cuando los ex esposos tuvieron que verse las caras: las acusaciones, las calumnias y, sobre todo, el odio que podía leer en sus ojos me produjeron una memorable impresión. ¿Cómo es posible que dos personas, supuestamente cristianas, que un día se amaron y se prometieron fidelidad eterna, lleguen a odiarse tanto? ¡Cuán cierto es que en todas las guerras sólo hay perdedores y derrotas!

El camino hacia la reconciliación

Una vez ha surgido la discusión y estamos enfadados, ¿cómo podemos llevar a la práctica el consejo de arreglarlo lo antes posible? A continuación doy siete sugerencias a modo de orientación. La lista, por supuesto, puede ser mucho más larga, pero menciono estos pasos concretos porque me ha sorprendido gratamente comprobar cómo su puesta en práctica ha tenido unos efectos sorprendentemente positivos en centenares de personas con problemas de relación. Muchas veces fallamos en lo más básico, pero es en lo básico -en la base- donde se encuentra el fundamento que sostiene el edificio. De ahí la importancia de empezar por lo que parece sencillo.

1.- Toma la iniciativa. No esperes que sea el otro quien lo haga, aunque creas que tienes tú toda la razón y que es el otro quien te ha ofendido. No digas: «ya vendrá él/ella si quiere». Dar el primer paso cuesta mucho, pero es una forma muy práctica de devolver bien por mal, una de las marcas distintivas del cristiano. A veces el esfuerzo parece inútil, sin resultados, pero Pablo nos dice que «haciendo esto, ascuas de fuego amontonas sobre su cabeza» (Ro. 12:20)

2.- Cuida las formas. Cuando dos personas están enojadas, los gestos y las detalles son muy importantes porque influyen mucho en el resultado final. Ello es así porque permiten crear el ambiente propicio para la paz. Por ejemplo:
*.- Procurad hablar siempre sentados. Se ha comprobado que estar de pie aumenta la agresividad (por ello no hay actualmente localidades de pie en los campos de fútbol)
*.- Cercanía física. En la medida que la relación lo permita (vg. matrimonio, padres e hijos etc.) acercaos físicamente. Cuanto más cerca, más probable es que puedas mirarle a los ojos y descubrir en el otro un tú lleno de sentimientos y necesidades. La mayoría de peleas se acabarían en el momento en que fuéramos capaces de ver en el tú a un ser humano por quien Cristo murió y no un enemigo objeto de mi ira. En el caso de los matrimonios, el hablar cogidos de la mano es la máxima expresión de lo que decimos.

3.- Preparación: oración y silencio. Antes de empezar a hablar para solucionar el conflicto, orad juntos, en voz alta si es posible. La oración tiene un poder extraordinario para cambiar nuestras actitudes y nuestros estados de ánimo (Fil. 4:6-7). De la misma manera, un breve momento de silencio, dos-tres minutos, aquieta el espíritu para iniciar la conversación.

4.- «Prohibido» chillar e insultar. Hablad en el tono de voz más suave posible. El volumen de la voz es inversamente proporcional a las posibilidades de reconciliación; cuanto más se chilla, más difícil es llegar a acuerdos. El levantar la voz, aumenta la agresividad, y a la inversa: «la blanda respuesta quita la ira, mas la palabra áspera hace subir el furor» (Pr. 15:1. Ver también Pr. 25:11) igualmente, evita las palabras ofensivas, la descalificación personal. Ningún desacuerdo, por grave que sea justifica insultar al otro o faltarle al respeto.

5.- Las palabras fruto de la ira apenas tienen valor. Este es un punto importante: cuando uno está muy enojado, las palabras no expresan lo que de verdad hay en su corazón o en su mente, sino sólo el sentimiento de ira del momento. Es un hecho conocido que la ira ofusca la mente, obceca hasta la enajenación en casos extremos. Esta realidad es bien conocida por jueces y psicólogos. Por consiguiente, la creencia popular de que «cuando uno está enfadado dice lo que de verdad lleva dentro» es errónea y de consecuencias nefastas, porque se suele hacer un «museo» con estas desdichadas palabras que se guardan durante años. Nunca prestes demasiada atención a las palabras dichas en medio de una pelea.

6.- Busca la paz, no que te den la razón. Muchas personas se acercan al otro después de una discusión con un enfoque judicial. Aun sin darse cuenta, lo que buscan es que se les dé la razón o que se les desagravie. Si surge la disculpa o la petición de perdón, tanto mejor, pero ello no siempre es posible porque en muchos motivos de discusión, más de los que imaginamos, ambos tienen su parte de razón. Simplemente ven las cosas desde puntos de vista diferentes. Una realidad universal es que no todos vemos la misma realidad de igual manera. En estos casos es importante ponerse de acuerdo en que están en desacuerdo. De ahí nuestra última sugerencia.

7.- Escucha de verdad y ponte en el lugar del otro. ¿Por qué digo escucha «de verdad»? La inmensa mayoría de veces, en medio de un enfado, lo máximo que hacemos es oir al otro, pero raras veces le escuchamos. Escuchar implica un esfuerzo por entender sus reacciones, por qué habrá dicho o hecho tal cosa, qué razones o explicaciones puedo encontrar a su forma de actuar. Cuando este esfuerzo es mutuo, la paz viene sola.

A pesar de todo ello, no siempre es posible «ventilar el tema» el mismo día, antes de acostarse. A veces, incluso es preferible no hacerlo porque alguna de las dos partes está muy encendida y el fuego puede volver a avivarse si retoman el asunto demasiado pronto. Ya sea por razones de temperamento o por la naturaleza del problema en cuestión, en ocasiones es mejor «dormir sobre el asunto», dejarlo enfriar. En este caso, lo ideal es intentar hablar de nuevo al cabo de uno o dos días. Muchas veces descubrirán con sorpresa que ya no necesitan hacerlo porque el problema no les afecta tanto. ¿Qué ha ocurrido? Al apagarse el enojo, el problema motivo de la discusión ha quedado reducido a su tamaño real, mucho menor del que parecía tener horas antes. Sí, los sentimientos negativos, en este caso la ira (ocurre también con la ansiedad, la tristeza y otros sentimientos) siempre nos hacen ver los problemas mucho mayores de lo que en realidad son.

Estas sugerencias son como semillas. Su siembra paciente, realizada con humildad y espíritu de oración, es terreno bien abonado para que el Señor de nuestras relaciones las haga fructificar. Puede llevar su tiempo, como toda siembra, pero no te desanimes porque hay alguien aun más interesado que tú en derribar muros de separación: el Señor Jesús, cuyo ejemplo nos inspira y cuya gracia nos fortalece en la debilidad.

Pablo Martínez Vila
 


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