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Septiembre 2006
Psicología y Pastoral / Vida Cristiana y Teología
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Los errores de un deprimido

(1 Re. 19:1-18)

En el mundo occidental se está viviendo un fenómeno que aparece con inusitada frecuencia: la depresión, síndrome caracterizado por una tristeza profunda. La persona deprimida ve de color oscuro todas las cosas. Nada la motiva. Todo le es indiferente. Lo mismo le da vivir que morir. En los casos extremos, cuando la depresión adquiere un carácter marcadamente patológico, incluso la idea del suicidio se presenta como una posibilidad no descartable. En estos casos la ayuda del especialista es del todo aconsejable. Pero son muchos los casos en que, sin llegar a tales extremos, se cae en la indiferencia hacia todo; todo le es igual al deprimido. Su situación es comparable a la de alguien que cae en un pozo oscuro y profundo. ¿Hay alguna posibilidad de salir de él?

El profeta Elías nos ayuda a encontrar la respuesta (léase el capítulo 19 del primer libro de Reyes). El relato bíblico es sumamente aleccionador. Elías es uno de los más grandes profetas en uno de los periodos más difíciles de la historia de Israel. Aparece súbitamente, como un rayo en la oscuridad, como una flecha de Dios dirigida a la conciencia del rey Acab y de todo el pueblo de Israel. La situación del reino es deplorable. El pueblo está siendo seducido por el politeísmo; las divinidades paganas de Baal y Aserá, reguladoras de la fertilidad, atraen de modo creciente la fe de los israelitas. Elías combate la apostasía con todo su coraje. En un reto impresionante desafía a los sacerdotes de Baal a participar en una prueba decisiva en el monte Carmelo. El profeta de Yahveh triunfa clamorosamente, y el pueblo exclama: «Yahveh es el Dios! ¡Yahveh es el Dios!» (1 Re. 18:20-40).

Lo acaecido desata las iras de la corte real (1 Re. 19:1-2), y Elías, dominado por el temor, decide huir. Su valentía de pronto se convierte en depresión irreprimible. Brillante en muchos aspectos, Elías también tuvo sus puntos oscuros. Fue, como diría Santiago, «hombre de pasiones semejantes a las nuestras» (Stg. 5:17). Y de semejantes errores.

1. El error de olvidar la soberanía de Dios

El fugitivo Elías llega al desierto al Sur de Beerseba. Acurrucado a la sombra de un enebro, se compadece de sí mismo. «Se deseó la muerte y dijo: ¡Basta ya, Señor! Quítame la vida» (1 Re. 19:4). Curiosa contradicción. Desea la muerte uno que huye de ella. Pero ¿quién era él para decir «Basta ya»? Nuestra vida y nuestra muerte está siempre en las manos de Dios. Sólo él sabe cuándo llega nuestra hora. Antes de esa hora, nada ni nadie podrá estorbar los planes que el Altísimo tiene para la vida de cada uno de sus hijos. Jezabel era poderosa y malvada; pero Dios era infinitamente más poderoso.

Nuestra mayor preocupación debiera ser siempre la misma que tuvo el Señor Jesucristo: «Me es necesario hacer las obras del que me envió, mientras dura el día» (Jn. 9:4). En ese quehacer hemos de perseverar, sin huidas ni deserciones. Todos los acontecimientos de nuestra vida están bajo el control del Todopoderoso. Y todos responden a una finalidad positiva, sabia y buena. Así pudo comprobarlo Elías tras sus experiencias en el desierto.

2. El error de infravalorar su obra

«No soy yo mejor que mis padres» dijo Elías, amargamente decepcionado. Así, en su fuero interno, anulaba los efectos de su espectacular victoria lograda en el monte Carmelo. Piensa que no ha tenido más éxito que sus predecesores. Pese al triunfo sobre los sacerdotes de Baal, la persecución desatada contra el profeta le hace pensar que el resultado final es un fracaso. ¿Qué sentido tenía ya su vida? Suele ser frecuente en el deprimido un sentimiento de baja autoestima injustificado.

Elías tenía durante su depresión una visión incompleta de su ministerio. Como consecuencia de su amonestación no vio la «conversión» del pueblo en masa, pero su labor contribuyó a robustecer la fe de una importante minoría que se mantendría fiel a Yahveh. También nosotros caemos en el mismo error. Valoramos nuestra obra por los resultados visibles, no por nuestra sumisión al propósito de Dios. Olvidamos que el Señor no nos pide éxito, sino fidelidad a él y a su dirección. En realidad nuestra obra no es nuestra; es de Dios; y él la dirige conforme a los dictados de su sabia voluntad.

Afortunadamente para Elías, mientras llamaba a la muerte, hizo acto de presencia el primo de la muerte: el sueño. «Echándose debajo del enebro, se quedó dormido» (1 Re. 19:5). El sueño tiene excelentes efectos reparadores en el deprimido. Por eso Dios le hace dormir y le da de comer. Una vez repuesto, le manda caminar hasta Horeb (Sinaí), lugar de resonancias sagradas que evocaba el ministerio no siempre exitoso de Moisés. También él, Elías, allí encontró a Dios, que no le abandonaba. Sus errores no movieron a Dios a desecharlo como instrumento ineficaz.

3. El error de aislarse totalmente

«Se metió en una cueva» (1 Re. 19:9). ¿Seguía temiendo que los solados de Acab le dieran alcance?

Si al anochecer se hubiese quedado fuera de la cueva, posiblemente la luna o las estrellas, la amplitud del espacio abierto y la brisa, habrían infundido serenidad a su espíritu. Pero no, Elías se mantuvo en el interior de la cueva, sin más compañía que la de su amargura y su frustración. En un estado de incontrolable ansiedad.

¿Y nosotros? ¿No pasamos gran parte de nuestra vida en alguna de nuestras «cuevas», inmersos en una sombría introspección, viendo fantasmas donde habríamos de ver ángeles, desastres inminentes donde está a punto de manifestarse la soberanía y el poder de Dios?

Pero el aislamiento nunca puede ser total. Dios siempre puede revelar de modo inconfundible su presencia alentadora. Tal fue la experiencia de Jacob en Betel. Y la de Moisés en el desierto. Ahora el Señor penetra en la soledad del profeta y le interpela con una pregunta que va a sacarlo de su ensimismamiento: «¿Qué haces aquí?» (1 Re. 19:9). La pregunta ¿es una reprensión o una incitación a la reflexión? Posiblemente ambas. Elías se había distinguido por ser un hombre de acción valeroso e incansable; pero ahora ¿qué hacía? Hundir su cabeza en el pecho, deplorando su fracaso en su acción profética. No obstante, Dios, con su pregunta, quiere librarlo de su introspección. Quiere que su siervo vea su situación y su ministerio con nuevos ojos, pese a que aún quedan errores que Elías ha de abandonar.

4. El error de distorsionar los hechos

La declaración del versículo 10 («...los hijos de Israel han dejado tu pacto, han derribado tus altares y han matado a espada a tus profetas. Sólo yo he quedado, y me buscan para quitarme la vida») es una verdad a medias. Es cierto lo que Elías dice en las tres primeras frases, pero no la siguiente: «Yo solo he quedado». Esta aseveración no sólo es falsa; es también injusta. ¿No era nadie el intrépido Abdías que, arriesgando su vida, había escondido en cuevas a cien de los profetas de Yahveh cuando eran perseguidos por el idólatra Acab? (1 Re. 18:13).

Es innoble exaltar nuestros méritos y virtudes subestimando los de personas próximas a nosotros. Olvidamos lo positivo de la obra de Dios en manos de nuestros hermanos. Y perdemos de vista la posibilidad de que incluso nuestras virtudes estén mezcladas con móviles poco santos. Jehú fue radical en su acción contra la idolatría imperante en Israel. Pero no cabe duda que su actuación tenía un móvil de presunción: «Ven conmigo y verás mi celo por Yahveh» (2 Re. 10:16), al que se unía una exacerbada crueldad (2 Re. 10:17). En el caso de Elías, ¿no se unía a su presunción un sentimiento de autocompasión desmesurada?

Siempre será saludable orar como el salmista y pedir a Dios: «¿Quién puede discernir sus propios errores? Líbrame de los que me son ocultos.» (Sal. 19:12).

5. El error de creer que Dios le estaba fallando

Las palabras de Elías en 1 Re. 19:10 suenan a reproche, como si Dios hubiese perdido el control de la situación. ¿Por qué Dios no había destruido a Jezabel? ¿Por qué no había inflamado el celo del pueblo de modo que se hubiese amotinado y destronado a Acab? Cuando Israel, siglos antes, había estado en este lugar, tenía fresco en su mente el recuerdo de los prodigios obrados por Yahveh. No menos sorprendente era lo que Elias había visto en el monte Carmelo; pero él parece haberlo olvidado. Ve en él un Dios paralizado. El Dios de los ejércitos parecía en aquel momento el Dios de los silencios. Y de la inacción.

En ese momento crítico Dios da a Elías una gran lección: Yahveh no es sólo el Dios del poder y del juicio. Es también el Dios de gracia y de misericordia. Esta lección es admirablemente ilustrada por el Señor. Un viento «grande y poderoso, que rompía los montes y quebraba las peñas sopló sobre el monte Horeb, pero Yahveh no estaba en el viento. Tras el viento hubo un terremoto, pero Yahveh no estaba en el terremoto. Tras el terremoto, un fuego, pero Yahveh no estaba en el fuego. Y tras el fuego se oyó un silbo apacible y delicado.» (en el original hebreo, literalmente, «un sonido de suave silencio») (1 Re. 19:11-12).

Dios había actuado en otras ocasiones con la fuerza del ciclón o de temible tempestad. Pero ahora lo que Elías necesitaba era «el silbo apacible», el susurro de una voz que calmara su espíritu atormentado y pusiera fin a las voces tristes de su alma sumida en la depresión. Era lo que muchos de nosotros necesitamos cuando la oscuridad nos envuelve y nuestro espíritu se hunde en el desaliento. Dios sabe cuándo ha de actuar con el furor de su justicia y cuándo ha de templar sus juicios con su misericordia (Éx. 34:6-7).

Y Dios no defrauda a Elías. No le falla. Por el contrario, amorosamente lo restaura y le abre la cautivadora perspectiva de un ministerio renovado, básico en la realización de sus planes divinos (1 Re. 19:15-16).

Aprendamos las lecciones derivadas de los errores de Elías:

1. Dios es soberano, pese a los misterios de su providencia.
2. La obra que nos ha encomendado no quedará sin fruto.
3. La realidad de nuestras circunstancias oscuras no es tan terrible como nos parece.
4. Dios jamás nos falla.
5. Dios no es sólo Dios de juicio y poder; también lo es de gracia y misericordia.

Conclusión: Salgamos de nuestras cuevas y volvamos a nuestro puesto de servicio en la familia, en la iglesia, en la sociedad. Sólo de ese modo seremos librados de la depresión para vivir en las alturas de la comunión con Dios y de servicio para su gloria.

«¿Por qué te abates, alma mía, dentro de mí?
Espera en Dios, porque aún he de alabarle, ¡salvación mía y Dios mío!» (Sal. 42:5)

José M. Martínez
 


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