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Febrero 2009
Vida Cristiana y Teología
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«Más que vencedores» (II)

Climax del cántico

«¿Qué, pues, diremos a esto? Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros? El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él todas las cosas? ¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió; más aun, el que también resucitó, el que además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros. ¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación, o angustia, o persecución, o hambre, o desnudez, o peligro, o espada? Como está escrito:
Por causa de ti somos muertos todo el tiempo;
Somos contados como ovejas de matadero.
Antes, en todas estas cosas somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó. Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro.»
(Ro. 8:31-39)

Con esta conclusión alcanza su punto culminante el capítulo 8 de Romanos. La Biblia de Jerusalén la encabeza con el título: «Himno al amor de Dios». De hecho es una serie de deducciones resumidas de lo que Pablo ha expuesto a partir de Ro. 8:28. La pregunta «¿Qué, pues, diremos a esto?» «Esto», lógicamente, nos reconduce a la cadena de la salvación en la que de modo impresionante sobresale el Dios eterno y todopoderoso efectuando la salvación de sus redimidos en sus diversas fases, desde la eternidad hasta la eternidad. «¿Qué, pues, diremos a esto?» ¿que el paso del cristiano a través del mundo es una marcha plácida, una experiencia constante de bendiciones y goces? El apóstol, como hemos visto, ha dejado claro que, si somos herederos de Dios y coherederos con Cristo, «padeceremos juntamente con él para que juntamente con él seamos glorificados» (Ro. 8:17); Se ha referido a la gloria venidera como inseparable de las aflicciones del tiempo presente (Ro. 8:18) y ha manifestado que, en una creación que gime, «también nosotros gemimos» (Ro. 8:22-23).

Los sufrimientos del cristiano tienen como causa su propia debilidad, sus dudas, su propensión a ceder a las inclinaciones de su vieja naturaleza. También tiene como adversario a la sociedad en que vive, por lo general indiferente u hostil a la fe cristiana; en algunos casos la oposición del mundo a la causa cristiana se traduce en una acción violenta, con lo que muchos santos se han convertido en mártires. Y no podemos olvidar al archienemigo de Cristo y de su Iglesia:, el diablo, unido a los «principados y potestades, los dominadores de este mundo de tinieblas, huestes espirituales de maldad en las regiones celestes» (Ef. 6:12), o sea, las fuerzas del mal en el universo.

Ante adversarios tan poderosos, ¿qué puede hacer el creyente en Jesucristo? El cántico nos da la respuesta: «Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros?» (Ro. 8:31). Dios, desde la eternidad, se ha puesto al lado y a favor de una humanidad necesitada de redención. Ello a pesar de que se trataba de un pueblo de pecadores. Su «estar por nosotros» le costó la entrega de su Hijo unigénito para que efectuara la expiación del pecado en la cruz, con todo lo que de sufrimiento entrañaría aquella entrega. Casi parece increíble, pero así es. «El que no escatimó ni a su propio Hijo, ¿cómo no nos dará también con él todas las cosas?» (Ro. 8:32). La respuesta, positiva, es de pura lógica.

Lo son también las correspondientes a las tres preguntas siguientes:

¿Quién acusará a los escogidos de Dios si es Dios mismo el que justifica? (Ro. 8:33). Este reto nos recuerda el del Siervo del Señor en Is. 50:8: «Cerca está de mí el que me salva; ¿quién contenderá conmigo? Quién es el adversario de mi causa? Acérquese a mí». El único que podría aceptar el desafío es el diablo –el gran acusador–; pero todo intento suyo de triunfar como acusador está condenado al fracaso. Así se puso de manifiesto en la ilustración de Zacarías relativa al sumo sacerdote Josué (Zac. 3). Como sustituto de los seres humanos, Cristo pagó la deuda de éstos mediante su muerte propiciatoria; pero su resurrección es el principio de su exaltación, en virtud de la cual queda asegurada la salvación de sus redimidos.

¿Quién es el que condenará, si Cristo es el que murió; más aún, el que también resucitó, el que además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros? (Ro. 8:34). Cristo, como Mediador entre Dios y los hombres, movido por su amor infinito, pagó con su muerte nuestra deuda y, con su resurrección, atestiguó la validez de su obra redentora ante Dios Padre, Juez perfecto y soberano.

¿Quién nos separará del amor de Cristo? (Ro. 8:35). Ninguna adversidad, ningún sufrimiento, ninguna humillación, ni la muerte misma podrán causar tal separación. Por el contrario, «en todas estas cosas somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó» (Ro. 8:37).

El luchador cristiano sería «vencedor» si resistiera imbatido los ataques del enemigo; pero es más; en medio de todas las vicisitudes y padecimientos encuentra la gracia de Dios para convertir los padecimientos pasivos en acción, los aguijones en armas espirituales. El propio apóstol Pablo vivió esa experiencia encarcelado en Filipos durante su segundo viaje misionero, y también en Troas cuando sufría atormentado por la ansiedad al pensar en los posibles problemas de la naciente iglesia de Corinto. Temía que Satanás tuviese alguna ventaja en aquella situación, pero pronto sus dudas y temores se desvanecieron de modo que pudo escribir: «A Dios gracias, el cual nos lleva siempre en triunfo en Cristo Jesús y por medio de nosotros manifiesta en todo lugar el olor de su conocimiento» (2 Co. 2:14).

Desde la predestinación eterna hasta la glorificación, todo es un entrelazamiento de circunstancias y acontecimientos controlados o impulsados por Dios en la realización de su propósito eterno. «En toda la incertidumbre que caracteriza esta vida terrenal, hay algo que es absolutamente firme y seguro, a saber, la elección por parte de Dios y el amor de Cristo. Ambas cosas son igualmente eternas e inalterables» (Anders Nygren). Esta certeza es la que ha animado a los mártires de todos los tiempos, la que inspiró a los hugonotes franceses para cantar su famoso himno «Plus que vainqeurs...» («Más que vencedores»). Aún hoy es cantado por muchos protestantes en diversos países de Europa. Con su versión en español concluimos nuestro cántico:

¡Más que vencer!» Tal es nuestra divisa,
nuestra bandera en la persecución.
Para la fe no hay batalla indecisa.
Para el cristiano no hay condenación.

¡Ánimo, amigos! Poder invisible
Nos comunica Jesús por su cruz.
El Rey de reyes es Jefe invencible:
!Más que vencer...! ¡Por la muerte a la luz!

José M. Martínez
 

Grandes Cánticos de la BibliaEste tema es la segunda parte de la serie «Más que vencedores». Esta serie reproduce de forma parcial el capítulo 9 del libro Grandes Cánticos de la Biblia, de José M. Martínez, publicado recientemente.

Nos ha parecido bien iniciar este año con uno de los más formidables cánticos de victoria del Nuevo Testamento. Cuando se ciernen negros nubarrones a nuestro alrededor -en especial, por la inseguridad económica mundial-, es necesario alzar los ojos a Aquel que es la luz de este mundo.

Por otro lado, la prolongada enfermedad del autor en estos pasados meses hace que este escrito cobre una dimensión autobiográfica que lo enriquece. En palabras del propio José M. Martínez, «he podido experimentar de nuevo en mi vida que ninguna tribulación nos puede separar de Cristo Jesús».

Enero 2009: «Más que vencedores» (I)


Copyright © 2009 - José M. Martínez

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