Las demandas de la cruz
Son muchas las iglesias que al llegar a la llamada «Semana Santa» celebran la crucifixión del Señor Jesucristo al final de su vida en la tierra. Por inaudita que parezca, esa celebración no es una barbaridad; es la exaltación del Hijo de Dios, quien se entregó a sí mismo en propiciación por nuestros pecados. Mediante la cruz se abre la puerta a la salvación de quienes por su arrepentimiento y su fe, son incorporados al pueblo de Dios. Es comprensible la concentración cristocéntrica en la obra divina de la salvación. De ahí que los escritores del Nuevo Testamento, prácticamente en su totalidad, se refirieran explícitamente a la crucifixión de Jesús como fundamento de nuestra salvación.
Como ejemplo, podemos citar al apóstol Pablo, quien escribió: «Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí, y lo que ahora vivo en la carne lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gá. 2:20). Y en otra de sus cartas afirmó con vehemente radicalidad: «Yo resolví entre vosotros no saber cosa alguna que no sea Jesucristo, y éste crucificado» (1 Co. 2:2).
El propio Señor Jesucristo declaró a sus discípulos que «debía ir a Jerusalén y padecer muchas cosas de sus adversarios y ser muerto» (Mt. 16:21, Mt. 20:17-18). Él había venido al mundo «no para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos» (Mt. 20:28). Esta afirmación tuvo confirmación solemne al compartir con sus discípulos el pan y el vino en la cena que él mismo había instituido (1 Co. 11:23-25).
Ahora bien, para el discípulo de Cristo el mensaje de la cruz entraña un cuádruple llamamiento:
Una llamada a la reconciliación y la comunión con Dios
En el Nuevo Testamento la palabra más usada para traducir la experiencia de la conversión es «metanoia», que significa «cambio de mente». Este cambio exige una convicción de pecado profunda y una confesión del mismo, lo que incluye reconocimiento de la naturaleza dañada por el pecado. Esto hace que nos reconozcamos culpables delante de Dios, no sólo por lo que hemos hecho, sino por lo que somos. Lo que la cruz de Cristo demanda de nosotros no es una cosmética espiritual que nos haga honorables a ojos de nuestros semejantes, sino una espiritualidad radical equivalente a una nueva creación (2 Co. 5:17). Lo que se nos pide es que imitemos a Cristo y nos convirtamos en luz del mundo y sal de la tierra (Mt. 5:13-16).
Un par de parábolas bíblicas nos ilustran bien el significado del arrepentimiento y la fe en la conversión. Ambas son tan conocidas como iluminadoras y ambas producen en nosotros convicción y confesión de pecado como principio de una vida nueva en relación santa con Dios, Padre misericordioso.
No puede ser más clara y enternecedora la parábola del hijo pródigo (Lc. 15:11-32). En ella se relata el desvarío de un joven que abandona el hogar paterno y se hunde en una vida de disipación y miseria, pero que reflexiona, confiesa su pecado y vuelve arrepentido a la casa paterna con una confesión conmovedora. Dice a su padre: «He pecado contra el cielo y contra ti; no soy digno de ser llamado tu hijo, pero hazme como uno de tus jornaleros» (Lc. 15:21). En la emotiva respuesta de su progenitor, el hijo no oye ningún reproche, ningún sermón. Sólo palabras de bienvenida y aceptación. Para padre e hijo el regreso de éste se ha tornado en fiesta. El hijo perdido ha sido hallado; había estado muerto y ha revivido. Una gran fiesta ha marcado el comienzo de la más grande de las experiencias: la salvación.
Parábola del fariseo y el publicano (Lc. 18:9-14). El primero era prototipo de una falsa religiosidad. No buscaba la gloria de Dios,sino su propio ensalzamiento, la inflación de su vanidad. Por el contrario, el publicano -odiado cobrador de impuestos para el erario de Roma- no se sentía merecedor de nada. Consciente de sus faltas y del aborrecimiento de los judíos más ortodoxos, «no quería ni aun alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: Dios, sé propicio a mí, pecador». Para Jesús, el juicio sobre aquellos dos hombres era claro: «Os digo que aquel hombre (el publicano) descendió a su casa justificado más bien que aquél, porque cualquiera que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido».
Una llamada a la entrega plena
La cruz de Cristo implica una demanda de entrega plena por parte del creyente que decide seguir a Jesús. Pablo fue consecuente también con este compromiso: «El amor de Cristo nos constriñe, habiendo llegado a esta conclusión: que si uno murió por todos luego todos murieron. Y por todos murió, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos» (2 Co. 5:14-15).
Esa entrega implica reconocimiento y aceptación plena del señorío de Cristo. Es hermoso poder decir al Señor lo que le dijo Pablo el día de su conversión: «Señor, ¿qué quieres que haga?» (Hch. 9:6). O hacer nuestras las palabras del distinguido líder moravo Conde de Zinzendorf: «Sólo tengo una pasión, y ésta es él, únicamente él».
La entrega del creyente para servir a su Salvador es un gran privilegio derivado de su redención. Constituye un cambio de dueño. Recordemos las palabras de Pablo en su primera carta a los Corintios: «¿No sabéis que no sois vuestros? Porque habéis sido comprados por precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios» (1 Co. 6:19-20). ¿O acaso servimos a Dios a medias? ¿No estaremos pretendiendo seguir siendo señores de nuestra vida a la par que hacemos de Cristo nuestro siervo? ¡Qué absurdo! ¡Y qué indignidad!
Una llamada a la identificación con Cristo
«Si alguno está en Cristo, es una nueva creación; las cosas viejas pasaron y todas son hechas nuevas» (2 Co. 5:17). Con Cristo morimos y con Cristo resucitamos. La comunión con él exige una renuncia a toda forma de desobediencia. En Cristo y con él, el creyente está llamado a vivir una vida de discipulado sin reservas. Son inadmisibles los términos medios en los que nos gusta instalarnos. «Ningún siervo puede servir a dos señores» (Lc. 16:13).
En la portadilla del libro de C. S. Lewis The great divorce (El Gran Divorcio), escribió George McDonald las siguientes inspiradas palabras: «No, no hay escapatoria. No existe cielo alguno con un poco de infierno, no hay modo de retener algo del diablo en nuestros corazones o en nuestros bolsillos. ¡Fuera Satanás con todos sus pelos y plumas!».
Aun los pecados mas sutiles -egoísmo, orgullo, vanagloria, envidia, rencor- acarrean el desagrado del Señor. Contra ellos hemos de luchar sin desfallecimiento si realmente le tenemos a él por Señor. Nuestra fidelidad al Cristo provocará la hostilidad del mundo, pues vivimos en una sociedad abiertamente anticristiana, lo cual nos obliga a luchar contra nuestras propias tendencias pecaminosas.
En nuestra pugna contra toda suerte de fuerzas enemigas más de una vez resbalaremos y caeremos, pero en la cruz de Cristo encontraremos siempre el poder para ser «más que vencedores» (Ro. 8:37).
Una llamada a evangelizar
Aun antes de asumir la cruz, Jesús fue consciente de que una parte esencial de su obra -la formación de la Iglesia- no la iba a realizar solo. Llamó a doce de sus discípulos y los envió a predicar el reino de Dios (Lc. 9:1-6). Después de su muerte y su resurrección, les encomendó la «gran comisión» (Mt. 28:19). La iglesia apostólica pronto vino a ser testimonio vivo de Cristo, lo que acarreó persecución e incluso muerte violenta. Impresiona el testimonio de Esteban, seguido del de Pablo, al que pronto siguieron otros que tuvieron el mismo fin que estos primeros discípulos.
Una vez convertido a Cristo, Pablo vino a ser uno de los paladines de la obra misionera. Con lógica convincente razonó la necesidad de aceptar el reto misionero: «¿Cómo predicarán si no han sido enviados?», para citar a continuación el bello y estimulante texto de Isaías: «Como está escrito: ¡Cuán hermosos son los pies de los que anuncian la paz, de los que anuncian buenas nuevas!» (Ro. 10:15). Bajo la dirección del Espíritu Santo y en circunstancias sumamente adversas tuvo lugar en aquel tiempo una gran expansión misionera en numerosos lugares del imperio romano. No debe de ser casualidad que los periodos más florecientes en la historia de la Iglesia cristiana han sido aquellos en que la obra misionera ha sido atendida con diligencia.
¡Dichosa la iglesia local que instruye a sus miembros en la gloriosa tarea de proclamar el más glorioso de los mensajes! ¡Y bienaventurado el creyente que responde dignamente a las demandas de la cruz!
José M. Martínez
NOTA DEL PASTOR JOSÉ M. MARTÍNEZ
Es para mí un motivo de honda satisfacción poder presentar este tema del mes. Después de una larga temporada (casi nueve meses) apartado de toda actividad por mi enfermedad cardíaca, doy muchas gracias a Dios, en primer lugar, por permitirme volver a esta forma de servicio. Pero también quiero aprovechar esta oportunidad para agradecer a todos los lectores y suscriptores de Pensamiento Cristiano las innumerables muestras de apoyo recibidas en este tiempo de prueba. Sin duda vuestras oraciones han contribuido a que la oscuridad de este tiempo haya sido mucho más llevadera. Mis fuerzas no son las de antes, pero mientras el Señor de la vida me dé vida, me pongo a Su disposición para seguir sirviéndole de acuerdo con sus propósitos siempre sabios.
«Sostiene Jehová a todos los que caen y endereza a todos los que ya se encorvan» (Salmo 145:14)
Copyright © 2009 - José M. Martínez
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