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Julio/Agosto 2011
Vida Cristiana y Teología
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La espiritualidad Cristiana

Pocos conceptos son tan ricos como el de espiritualidad. Y tan expuestos a confusión. Si formulásemos una pregunta acerca de su significado, podrían darse las respuestas más diversas, algunas de ellas generadoras de problemas en la fe de determinados creyentes e incluso en la vida comunitaria de más de una iglesia. Conviene, pues, aclarar ideas, sin renunciar a los grandes beneficios que una auténtica espiritualidad cristiana comporta.

Quizás, en primer lugar, conviene hacer notar que la preocupación por la dimensión espiritual de la vida no es exclusiva del cristianismo. Distingue a las religiones e ideologías orientales que, en su concepción y práctica de la espiritualidad, habrían de hacer sonrojar al mundo occidental, dominado por el más crudo materialismo. Para los hindúes, por ejemplo, la oración es la actividad más importante de la vida. Y para las otras grandes religiones de Oriente (budismo, zoroastrismo y otras de la China y el Japón), el ascetismo y la vida contemplativa son esenciales. Pero al mismo tiempo podemos afirmar que en ninguna religión humana se hallan fuentes de espiritualidad tan ricas como en la fe y la experiencia cristianas.

La espiritualidad bíblica

Según la enseñanza bíblica, la verdadera riqueza de un ser humano no depende de la abundancia de bienes materiales, sino de que sea rico para con Dios (Lc. 12:21). La comida, la bebida, el vestido son “añadiduras” a lo esencial de la vida humana; lo primordial es el reino de Dios y su justicia (Mt. 6:33), pues ese reino es justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo (Ro. 14:17). Por el conocimiento de Cristo, el creyente piensa que todas las demás cosas pueden ser consideradas como pérdida, tan despreciables como la basura (Fil. 3:8). En Cristo ha sido hecho hijo adoptivo de Dios, con quien puede vivir en gozosa comunión. Esta comunión halla sus formas de realización en la lectura de la Palabra de Dios, en la oración, en el culto, en la comunión fraternal y en el servicio que nace del amor. En todo esto consiste esencialmente la espiritualidad cristiana, sin que excluya hasta cierto punto -dentro de unos límites- el elemento contemplativo y determinadas formas de ascetismo. En este modo de vivir la piedad participan la mente, los sentimientos y la voluntad; se asocian el entendimiento, el corazón y la acción.

La espiritualidad así entendida es un imperativo para el cristiano. Equivale a la madurez que se espera de los discípulos de Cristo (Heb. 6:1) y constituye el mejor antídoto contra los males causados por la carnalidad. El cristiano carnal es egocéntrico -a veces hasta el extremo de la egolatría- y su egocentrismo engendra los pecados más dañinos, tanto en su propia vida como en la de la iglesia. Téngase presente el patético cuadro descrito en 1 Corintios 1:10-12 y 1 Corintios 3:1-18. En modo alguno puede un creyente conformarse con ser un “cristiano carnal”, como si el cristianismo auténtico y la carnalidad fuesen compatibles. Ser cristiano implica sometimiento pleno al señorío de Cristo, lo que equivale a un tajo profundo en las raíces de los propios criterios, de la exaltación personal y la autocomplacencia. Así la espiritualidad deja de ser una opción voluntaria para cristianos de primera. Es un deber para cuantos invocan a Cristo diciendo: “Señor, Señor”.

Dicho esto, volvamos a lo antes expuesto, la necesidad de que la espiritualidad sea completa, en adecuado equilibrio de entendimiento, sentimientos y acción. Cuando alguno de estos elementos desaparece o se debilita, la espiritualidad queda empobrecida, por lo que para muchos creyentes resulta insatisfactoria. Ello explica las sanas reacciones que a lo largo de la historia se han producido cuando la espiritualidad se ha vaciado de contenido vital y sólo ha conservado formas (dogmáticas, litúrgicas, legalistas o de cualquier otro tipo). Puede servirnos de ejemplo el movimiento pietista en Alemania (siglo XVII) con su denuncia de la esterilidad espiritual a que había llegado la fría ortodoxia del protestantismo luterano. O el movimiento metodista en la iglesia anglicana del siglo XVIII.

Los peligros de la superespiritualidad

Ha sucedido, sin embargo, que muchos cristianos han parecido no tener suficiente con una espiritualidad “normal”, bíblica, equilibrada. No conformándose con ser espirituales, han pretendido ser “superespirituales” y se han empeñado en ser más puros que los demás, más fervorosos, más fieles a la Palabra. De estos movimientos de superespirítualidad también hallamos ejemplos en la historia. Conoció alguno de ellos el judaismo postexílico. Los jasideos (heb. Hasidim = santos o piadosos), empeñados en luchar contra la helenización del judaismo y mantener la observancia de la ley judaica, cayeron en una religiosidad meramente externa, con escasa o nula piedad interior. De ese grupo surgió la secta de los fariseos. En la iglesia cristiana de los primeros siglos también hubo quienes reaccionaron contra errores o debilidades bastante extendidos, pero, en movimiento pendular, cayeron en otros errores no menos deplorables. Recuérdense el donatismo y el montanismo. En la Edad Media, el movimiento de los cátaros (del griego = puros, perfectos) tuvo mucho de positivo, pero, al parecer, cayeron en errores gnósticos y maniqueos. En su afán de pureza, llegaron a condenar la posesión de bienes terrenales y las relaciones sexuales incluso dentro del matrimonio; sólo mediante una renuncia al mundo se podía ingresar en su iglesia, fuera de la cual no había salvación. En días de la Reforma, los movimientos radicales tuvieron muchos aspectos loables, pero también asumieron en algunos puntos posturas extremas que desacreditaron el testimonio cristiano. En tiempos más recientes, algunos movimientos de “renovación”, pese a lo noble de sus propósitos y de algunos de sus énfasis, han sido causa de problemas en muchos lugares al tratar de imponer su teología y formas de culto como superiores en espiritualidad a las de las iglesias más tradicionales.

La falsa espiritualidad puede aparecer bajo formas diversas, pero casi todas pueden englobarse en cuatro: ascetismo, legalismo, antinomianismo y sentimentalismo. El ascetismo es tan antiguo como la Iglesia misma. Ya en los orígenes del cristianismo prevenía la enseñanza apostólica contra los extravíos de quienes intentarían someter a los fieles a privaciones injustificadas y a estilos de vida que nada tienen que ver con la verdadera piedad (Col. 2:16-23; 1 Ti. 4:1-3). De la inclinación al ascetismo nació el monasticismo en los primeros siglos de la Iglesia cristiana. En nuestros días no faltan quienes evalúan la espiritualidad de acuerdo con la capacidad de renuncia a bienes o placeres legítimos, ya sean materiales (posesión y uso de un televisor, por ejemplo) o culturales (asistencia a la representación de una obra de teatro o a una sala de conciertos, lectura de libros que no sean la Biblia, etc.).

En el legalismo caen quienes hacen depender la espiritualidad del sometimiento a ciertas prácticas, determinadas muchas veces más por tradición humana que por mandamiento bíblico. Hay actos propios de todo creyente fiel, actos eminentemente edificantes y necesarios (lectura de la Biblia, práctica de la oración, asistencia a los cultos, participación en alguna forma de evangelización o de trabajo en la iglesia, etc.); pero hacer de ellos la medida de nuestra piedad y la calidad de nuestro cristianismo es confundir la cascara de la nuez con la nuez misma.

En el polo opuesto se halla el antinomianismo, el rechazo de toda norma o principio que regule el comportamiento ético, la sustitución de la teonomía por la autonomía individual. Si la verdadera espiritualidad fluye de la gracia de Dios -se dice-, no importa lo que hagamos. Éste era el postulado teológico de algunos contemporáneos de Pablo, La gracia sobreabundó cuando el pecado había crecido; perseveremos, pues, en el pecado para que la gracia crezca (Ro. 5:20; 6:1). Pero ese concepto rasputiniano de la gracia es una corrupción maligna de la enseñanza bíblica. Es una exaltación de la “gracia barata” que tan agudamente describió Bonhoeffer. No denota mayor conocimiento de la libertad cristiana o más elevada espiritualidad, sino incomprensión total del Evangelio y esclavitud bajo la tiranía de la carne.

El sentimentalismo. En cuarto y último lugar, hemos de referirnos a la “versión sentimental” de la espiritualidad, en la que ocupan lugar prioritario -a veces exclusivo- las emociones. Puede incluir el elemento contemplativo con cierta tendencia al misticismo. Por supuesto, no debe excluirse el factor sentimental; pero si éste predomina hasta el punto de excluir la función del entendimiento en la experiencia de la fe, el resultado puede ser la superficialidad y la inestabilidad espiritual.

Motivos ocultos en la falsa espiritualidad

Cualesquiera que sean las formas de superespiritualidad, existe un rasgo común a todas: el anhelo obsesivo, casi neurótico, de perfección, tanto en la vida personal como en la de la comunidad eclesial. Ignorando la totalidad de la enseñanza bíblica sobre la santificación, con su tensión entre el ya y el todavía no, se sueña con una utopía espiritual que sólo se hará realidad cuando Cristo glorifique a su Iglesia en su parusía. Ante la imposibilidad de alcanzar la perfección en su sentido profundo, pleno, a menudo se recurre al subterfugio de incrementar los ejercicios de una piedad externa, legalista, con la misma escrupulosidad de aquel campesino ruso que, tomando al pie de la letra lo de Orad sin cesar, repetía la oración del publicano (Dios, sé propicio a mí, pecador) siete mil veces al día. Al final, la experiencia del perfeccionista suele ser la desilusión y la consiguiente postración espiritual.

No menos grave es otro de los rasgos que por lo general se observa en los “campeones” de la espiritualidad: el orgullo, aunque éste sea inconsciente. Por encima del hombro miran despectivamente a los pobres cristianos de segunda que no han alcanzado las alturas espirituales a que ellos han llegado. Piensan que seguramente ellos están destinados a ser pocos, pero ven en su corto número un signo de calidad espiritual: “Cuantos menos, mejores”. Posiblemente incluso algunos pastores, partícipes de esas ideas, se alegrarían de que un gran número de miembros abandonara la iglesia, pues serían los poco espirituales, rémora del “resto fiel”. Perdiendo de vista su responsabilidad para con todo el rebaño, incluidas las ovejas débiles y las perniquebradas, se han erigido en jueces de sus hermanos y los han condenado sin compasión. Parecen haber olvidado textos como No quebrará la caña cascada ni apagará el pábilo que humea (Mt. 12:20) o La misericordia triunfa sobre el juicio (Stg. 2:13). Añádase a esto la posibilidad de que los creyentes etiquetados como “pocos espirituales” vivan en un plano de espiritualidad más sano que el de los pretendidos líderes de la piedad y nos percataremos de lo ridículo que puede llegar a ser una espiritualidad mal entendida. Por otro lado, las actitudes de superioridad espiritual contribuyen no poco a la división de iglesias y hunden a muchos de sus miembros en el desaliento y la frustración.

En cierta ocasión, Lutero, con motivo de los problemas que le causaban algunos defensores de la Reforma, elevó a Dios una singular oración: “Guárdame, Señor, de mis amigos, que de mis enemigos ya me guardo yo”. Es de desear, y cabe esperar, que no llegue el día en que hayamos de parafrasear esa súplica diciendo: “De los espirituales, ¡guárdanos, oh Dios!” La verdadera espiritualidad nace del Espíritu Santo, cuyo fruto es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio propio (Gá. 5:22-23). Es el fruto que acredita la autenticidad de nuestro cristianismo en el seno de la Iglesia y a ojos de la sociedad.

José M. Martínez
 

Revisado y adaptado de Alétheia, número 3, 1/1993.


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