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Marzo 2012
Psicología y Pastoral / Familia y Relaciones Personales
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«¿Soy yo acaso guarda de mi hermano?» (II)

Aprendiendo a compartir las cargas

«Y considerémonos unos a otros, para estimularnos al amor y a las buenas obras, no dejando de reunimos corno algunos tienen por costumbre, sino exhortándonos, tanto más cuando veis que este día se acerca» (Heb. 10:24-25).

En el anterior artículo consideramos las motivaciones correctas para sobrellevar las cargas los unos de los otros. En esta segunda parte nos centraremos en la puesta en práctica del cuidado mutuo -¿cómo hacerlo?- y en sus resultados, ¿qué efectos produce?

La puesta en práctica: ¿cómo hacerlo?

Una vez tenemos la motivación correcta, ¿cómo poner en práctica esta exhortación? De nuevo, el análisis del texto nos ayuda a entender su aplicación. El verbo «sobrellevar» es el mismo que «cargar», como aparece en Juan 19:27, cuando Jesús carga con la cruz y empieza a andar hacia el Gólgota. La idea en el original es la de coger «algo que pesa». De la misma raíz viene la palabra «carga» -barós- en Mateo 20:12: «Porque mi yugo es fácil y ligera mi carga». Se refiere tanto a un peso físico, literal, como a un peso simbólico o moral, algo que agobia u oprime: una preocupación, un problema, una dificultad, una enfermedad.

Una ilustración nos ayudará a entenderlo: todos viajamos por la vida con una mochila que puede estar más o menos cargada (la de unos más cargada que la de otros). La idea de «sobrellevar mutuamente las cargas» es la de coger la mochila del prójimo y llevársela un rato. Exactamente esto es lo que hizo Simón cuando los soldados romanos le cargaron con la cruz que llevaba el Señor, posiblemente agotado por el peso de la misma: «Tomaron a Simón de Cirene, que venía del campo, y le pusieron encima la cruz para que la llevase tras Jesús» (Lc. 23:26). ¡Qué privilegio, sin saberlo, el de Simón! Pero mucho mayor es el privilegio de todo creyente, porque en el acto mismo de llevar esta cruz y morir en ella, Jesús estaba cargando con todos nuestros pecados. Emociona descubrir que la palabra usada en Isaías 53:4 -«Ciertamente Él llevó (cargó) nuestras enfermedades...»- es la misma de Gálatas 6:2: «Sobrellevad las cargas los unos de los otros».

Una vez más, el ejemplo de Jesús nos impele a hacer lo mismo. Es obvio que, en un sentido, nosotros no podemos llevar las cargas del prójimo como lo hizo Jesús: hay un elemento de sustitución, vicario, en la muerte del Señor. Pero en un sentido más amplio, el de compartir la carga, podemos y debemos imitar a Cristo. Todo creyente debería anhelar este corazón pastoral que nos lleva a acercarnos al hermano con esta actitud: «¿Qué te pasa, puedo hacer algo por ti?. ¿Te puedo llevar la mochila un rato?». Y no olvidemos que una de las maneras más eficaces de hacerlo es escuchando al otro. Saber escuchar al hermano es una excelente manera de sobrellevar su carga.

Hay un pasaje en el Nuevo Testamento que describe con precisión algunas formas prácticas de sobrellevar las cargas: «Y considerémonos unos a otros, para estimularnos al amor y a las buenas obras, no dejando de reunimos corno algunos tienen por costumbre, sino exhortándonos, tanto más cuando veis que este día se acerca» (Heb. 10:24-25). Veamos estas cuatro formas prácticas de cuidar al hermano.

«Considerémonos unos a otros»

Se refiere a la actitud de tomar la iniciativa y preocuparse por el hermano. Es simplemente «tener en cuenta» al otro, no dejarlo de lado. A veces basta con un «¿cómo estás?» sincero, sentido, que refleja todo el amor que sentimos hacia esta persona. Otras veces, incluso sobran las palabras, y la misma actitud de amor se transmite con una simple mirada a los ojos, penetrante, consoladora, una mirada que habla sola y que dice silenciosa: «¿Qué te pasa, hermano, te puedo ayudar? Estoy a tu lado si me necesitas». Una carta o postal en momentos especiales, una simple llamada telefónica al hermano enfermo o atribulado, una visita en su casa o en el hospital son otras formas prácticas de «considerarnos unos a otros» y que enriquecen mucho la vida de la congregación.

«Para estimularnos al amor y a las buenas obras»

Todos conocemos personas cuya presencia nos contagia de un buen ánimo y nos enriquece. Su vida es una inspiración que nos estimula de forma positiva. Transmiten el amor y la paz de Cristo. En una palabra, nos son modelos. La conversación con ellos o la simple convivencia un rato a su lado nos motiva a imitarles porque, en realidad, ellos son imitadores de Cristo. Esta es una forma excelente de «guardar» y cuidar de mi hermano: siendo un estímulo en su vida cristiana. Lo opuesto, ser un motivo de tropiezo, es un grave pecado que el Señor condenó con dureza (Mt. 18:6-7).

«No dejando de reunimos»

A primera vista puede sorprender esta frase en un contexto de cuidado pastoral y estímulo mutuo. Pero su inclusión aquí es muy significativa. ¿Por qué y para qué vamos a los cultos en la iglesia? ¿Solo para recibir? ¿La meta es sentirme bien yo? Por supuesto, recibimos bendición del culto, pero no podemos ir a la iglesia solo para recibir. Vamos para dar tanto como para recibir. De ahí que la asistencia al culto en sí misma sea muy importante, porque con ella expreso no solo mi compromiso con Dios, sino también mi amor hacia el hermano. Mi presencia en la iglesia es un gran estímulo para mis hermanos, de la misma manera que mi ausencia duele, entristece. No hay sentimiento más desolador que ver bancos vacíos, los huecos dejados por hermanos que «han dejado de reunirse». Esta es la razón por que no podemos aceptar la expresión peyorativa de calientabancos. ¡Bienvenidos sean los calientabancos! Su presencia en la iglesia es muy importante, porque con su sola asistencia nos transmiten amor fraternal y nos estimulan.

«Exhortándonos»

El verbo «exhortar» en el original tiene una gran riqueza de matices. Puede significar animar, estimular, consolar, fortalecer, interesarse por. Transmite una idea básica: preocuparse por el otro y darle un trato afable. Se trata más de una actitud que de una actividad; no tanto algo que se hace, sino una forma de ser. Es muy interesante observar cómo el nombre dado al Espíritu Santo -Parakletos- deriva justamente de este mismo verbo «exhortar» -parakaleo-, de tal manera que la tarea que realizamos al «exhortarnos unos a otros» es, ni más ni menos, un eco -imperfecto- de la preciosa obra que el Espíritu Santo realiza en el creyente. Él es el Consolador por excelencia, y nuestro objetivo al «exhortarnos unos a otros» es proporcionar también consolación.

No es casualidad que de este versículo, y de otros parecidos, haya derivado la antigua y bella expresión cura de almas, tan común en la Iglesia primitiva; curar es interesarse por, animar, fortalecer, dar. Puesto que la cura de almas, como hemos visto, no es tanto una actividad como una actitud, la falta de tiempo no puede ser excusa para darles a mis hermanos este trato afable.

Para concluir este punto, quisiera compartir un poema anónimo que siempre ha ocupado un lugar especial en mi corazón. Desde la adolescencia me ha parecido un formidable resumen para toda una vida:

Una sola vez por este mundo pasaré.
Si hay alguna palabra bondadosa que pueda hablar,
alguna noble acción que pueda hacer,
diga yo esta palabra, haga yo esta acción ahora,
porque no pasaré más por aquí.

Los resultados: ¿qué consecuencias tiene?

La práctica de sobrellevar las cargas mutuamente tiene unas consecuencias importantes en dos esferas: Por un lado, influye sobre la iglesia; es la esfera comunitaria. Por otro lado, tiene consecuencias en mi vida personal. Analicemos cada una de ellas:

La edificación de la iglesia

El cuidado fraternal mutuo es fruto del amor, pero al mismo tiempo transmite amor. Por ello atrae, tiene un poderoso efecto magnético a su alrededor. Este fue uno de los «secretos» del crecimiento de la iglesia primitiva. La iglesia de Jerusalén fue un modelo en esta noble tarea de cuidar al hermano. No es de extrañar que «el pueblo los alababa grandemente y los que creían en el Señor aumentaban más, gran número así de hombres como de mujeres» (Hch. 5:13-14).

Este corazón pastoral de todos los miembros produce un crecimiento de la iglesia en número porque es un testimonio poderoso. Hoy hablaríamos de un fuerte impacto evangelístico. Ello es especialmente cierto en nuestra sociedad llena de gente sola que busca con ahínco «calor de hogar», una mano que apoya, una sonrisa que simpatiza, un gesto de entrega. ¡Cuántas personas se quedaron en la iglesia y llegaron a la conversión «porque el primer día se interesaron por mí, me vinieron a decir algo, me dieron calor de hogar»!

Una iglesia donde los unos sobrellevan las cargas de los otros viene a ser un hogar, una familia de familias que «da cobijo al desamparado» (cf. Sal. 68:6). Es en este aspecto, entre otros, que la iglesia puede ser comunidad terapéutica, instrumento de sanidad para un mundo doliente. Hoy son muchas las personas abatidas por la angustia, la depresión o la soledad, heridas por relaciones rotas o familias infernales que deambulan por la vida como «débiles y perniquebradas» (Ez. 34:16). Son estas personas las que se acercarán a la iglesia buscando que alguien las ayude a llevar su carga. Debemos estar alerta para preocuparnos por su situación, dispuestos a llevarles «la mochila» un tiempo, es decir, escucharlas, comprenderlas y, sobre todo, amarlas con el amor de Cristo, quien mostró profundo interés por todos aquellos que «tenían necesidad de médico».

Por otro lado, esta actitud de «cura de almas» es uno de los instrumentos más poderosos de la Iglesia para lograr un crecimiento adecuado no solo en número, sino también en madurez. El cuidado mutuo no solo es fuente de crecimiento cuantitativo, sino también de edificación espiritual. Lo veíamos antes, al considerar el efecto modelo de aquellos que nos estimulan al amor y a las buenas obras. Esta es la enseñanza clara de Pablo. «Siguiendo la verdad en amor crezcamos en todo en Aquel que es la cabeza, esto es, Cristo... todo el cuerpo recibe su crecimiento para ir edificándose en amor» (Ef. 4:15-16). Cuando me preocupo por mi hermano, le escucho y me intereso por sus problemas y necesidades estoy contribuyendo al crecimiento espiritual de toda la iglesia y al mío propio.

La aprobación de Cristo mismo: «Porque a su tiempo segaremos si no desmayamos».

Esta es la promesa firme del Apóstol en nuestro texto de Gálatas. ¿En qué consistirá la siega y cuándo será? Ante todo conviene observar que la siega no ocurrirá cuando a nosotros nos guste o cuando queramos. A veces tenemos prisa por ver los resultados de nuestro trabajo. La siega será a su tiempo. La expresión original significa en el momento maduro, en la estación idónea. El tiempo de la siega no lo marcamos nosotros, sino el Señor.

¿Y en qué consistirá la siega? ¿Cuáles serán los resultados? El cuidar de mi hermano sobrellevando sus cargas tiene recompensas hermosas aquí y ahora. Ya hemos visto el efecto benéfico sobre la vida de la iglesia. Podríamos mencionar también la gratitud de aquellos que reciben nuestra «cura de almas», aunque ello -como ya hemos mencionado- no ocurre siempre. Igualmente, el hecho en sí de darse a otros y hacerles bien ya contiene un elemento de satisfacción personal, de manera que la mejor recompensa es sentirse útil al prójimo.

Sin embargo, todos estos aspectos positivos y agradables quedan relegados a un lugar secundario cuando los comparamos con la más grande de las recompensas: el galardón que Cristo mismo nos dará cuando entremos en su presencia. «Bien, buen siervo y fiel; sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré» (Mt. 25:21). ¡Este es el diploma por excelencia! Jesús mismo les dijo a sus discípulos que «cualquiera que dé a uno de estos pequeñitos un vaso de agua fría solamente... no quedará sin recompensa» (Mt. 10:42). Por ello, Pablo nos exhorta: «Y todo lo que hagáis, hacedlo de corazón, como para el Señor y no para los hombres; sabiendo que del Señor recibiréis la recompensa de la herencia, porque a Cristo el Señor servís» (Col. 3:23-24). Por tanto, no debemos esperar el reconocimiento y la aprobación aquí y ahora de nuestros hermanos, sino de Cristo y en el futuro. Ello nos evitará decepciones innecesarias.

Este pasaje donde se nos exhorta a sobrellevar los unos las cargas de los otros termina con un sano toque de realismo: «No nos cansemos, pues, de hacer el bien, porque a su tiempo segaremos si no desmayamos» (Gá. 6:9). Pablo tiene una gran experiencia de entrega a los hermanos y tiene los pies en el suelo. ¡Cuidado! Sobrellevar las cargas de otros desgasta mucho. Es un ministerio esforzado del que uno se cansa con facilidad. Por ello nos avisa, porque lo natural es el cansancio. De ahí la gran necesidad de tener los ojos de la fe que remontan la mirada por encima de lo visible -un panorama no siempre halagüeño- y nos dan «la certeza de lo que esperamos y la convicción de lo que no se ve». Este fue el caso de Moisés, un hombre que pudo sobrellevar las cargas de los otros -de todo un pueblo- porque «se sostuvo como viendo al Invisible» (Heb. 11:27).

«Así que, según tengamos la oportunidad, hagamos bien a todos, y mayormente a los de la familia de la fe» (Gá. 6:10).

Pablo Martínez Vila
 

Enero/Febrero 2012: «¿Soy yo acaso guarda de mi hermano?» (I)


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