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La vida que da sentido a la muerte

Reflexiones sobre la vida y la muerte

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Este artículo es la transcripción de una conferencia dada por D. José M. Martínez en la Universidad de Barcelona a comienzos de los años 80. Muy apreciada en su día por los estudiantes, su rico contenido evangelístico y la perenne relevancia del tema nos han animado a publicarla con la convicción de que será también de bendición y testimonio para los lectores.

Si introdujésemos un cambio en el título de esta conferencia y en vez de hablar de la vida que da sentido a la muerte hablásemos de la muerte que da sentido a la vida, el contenido no variaría sustancialmente porque en ambos casos nos enfrentamos con dos conceptos correspondientes a dos grandes realidades: la vida y la muerte. Ambas envueltas en el misterio.

Se ha hecho famoso el símil del pajarillo que entra en la sala de fiestas procedente del exterior en una noche oscura de invierno; penetra por una puerta del salón donde todo es bullicio, alegría, movimiento y después de revolotear durante unos momentos vuelve a salir por otra puerta para regresar a la oscuridad y al frío. Ese símil es una ilustración de la existencia humana ¿De dónde venimos? ¿Adónde vamos? ¿Qué sentido tiene nuestra vida aquí?

Es difícil rehuir esas preguntas por más que muchos lo intenten. Tenemos necesidad de enfrentarnos con ambas realidades, la vida y la muerte. ¿Por dónde empezar? Es igual, ya que de nuestro modo de entender la vida dependerá en gran manera el modo de afrontar nuestra muerte, y de nuestro concepto de la muerte depende nuestro modo de interpretar la vida y de vivirla. Sin embargo, para establecer un orden, empezaremos por el final, por la muerte, pues como señalaba el filósofo alemán Martin Heidegger, el hombre permanece básicamente determinado por su temporalidad, pues “tan pronto como el hombre nace, ya es lo bastante viejo para morir”. Quizás estaba reflexionando sobre las palabras del predicador bíblico: Hay tiempo para todo, tiempo para nacer y tiempo para morir (Ec. 3:1-2). Es curioso observar que no dice: “Hay tiempo para vivir”. Tan breve es ese espacio fugaz de nuestra existencia entre la entrada, el nacer, y la salida, el morir.

“Ser para la muerte” es una de las expresiones preferidas de Heidegger y expresa una de las grandes preocupaciones de la humanidad en todos los tiempos. No es necesario tener amplios conocimientos de historia para saber que ya en las épocas más primitivas existía esa inquietud. Prueba de ello son las formas religiosas más rudimentarias que encontramos en todos los pueblos antiguos, empezando por el animismo y siguiendo por las diferentes expresiones de creencia en la inmortalidad del alma.

Las actitudes de indiferencia ante la muerte siempre han sido o superficiales o hipócritas. Yo creo que nadie se ha tomado realmente en serio lo que a primera vista pudiera parecer una genialidad de Epicuro: “Mientras nosotros existimos, no existe la muerte, y cuando llega la muerte, nosotros ya no existimos”. A menudo la muerte golpea demasiado cerca de nosotros y con un dramatismo estremecedor. No es necesario aportar muchos datos para evidenciar que esa preocupación acerca de la muerte ha sido y sigue siendo universal. Ese hecho es confirmado no sólo por la historia de las religiones, sino por la historia de la filosofía. Como seguramente saben, ya en las grandes escuelas filosóficas de la antigua Grecia se inicia una serie de argumentos tendentes a demostrar la inmortalidad del alma.

Si damos un gran salto y nos plantamos en los tiempos de Immanuel Kant, se llega a la misma conclusión, aunque por caminos diferentes, por el camino de un imperativo moral. El hombre está destinado a la santidad ética, y esa santidad ética no se llega a alcanzar aquí en el mundo; por consiguiente, es necesario que haya otra vida en la que el hombre pueda llegar a alcanzar ese destino. Si pasamos a tiempos mucho más próximos a los nuestros, recordamos a D. Miguel de Unamuno. Bastaría leer una de sus obras más esclarecedoras, Del sentimiento trágico de la vida, para reconocer que efectivamente cualquier persona medianamente pensadora ha de enfrentarse con la realidad de la muerte, y no por mera curiosidad, sino porque es la más vital -valga la paradoja- de las cuestiones. De la respuesta que demos a la pregunta “¿Qué es la muerte?” o “¿Qué hay más allá?” depende el modo de orientar nuestra vida en el más acá. Si la contemplamos con una connotación moral y religiosa que dé trascendencia a nuestra vida, viviremos de una manera. Si, por el contrario, pensamos en la muerte como la extinción completa, el aniquilamiento total, quizás la única salida que nos queda es la de los epicúreos: “Comamos y bebamos, que mañana moriremos”.

No disponemos de tiempo para examinar todas las posturas ante la muerte y la vida. Nos limitaremos a señalar solamente algunas entre las modernas. Posturas sumamente variadas, comprendidas entre dos polos: el de un materialismo nihilista y el de una creencia firma en la realidad de una más allá.

Posiblemente algunos recordarán la publicación de un libro de José Mª Gironella, titulado Cien españoles y Dios. Era una encuesta con un cuestionario dirigido a cien figuras representativas de la sociedad española. Una de las preguntas era precisamente: “¿Cree usted que hay algo en nosotros que sobrevive a la muerte física?” Las respuestas fueron diversas, desde la inspirada por la fe más ardorosa, hasta la del más crudo materialismo.

Seguramente las creencias han ido evolucionando mucho en el transcurso de los años, sobre todo en España, y han evolucionado de acuerdo con el pensamiento de algunos filósofos modernos, según las presiones sociológico-culturales del entorno. Así vemos cómo gran parte del pensamiento contemporáneo está inspirado en dos concepciones de la muerte, la materialista y la dubitativa. La materialista según la cual todo concluye cuando morimos. Esa idea de inmortalidad que hemos heredado de la religión no es, como decía Feuerbach en el siglo diecinueve, la proyección de un deseo del hombre. Sucede con esa idea algo parecido a lo que sucede con la idea de Dios. No es Dios -se dice- quien ha creado el hombre; es el hombre quien ha creado a Dios a su propia imagen y ha proyectado en él los anhelos que no puede encontrar satisfechos en sí mismo. Así la inmortalidad es la proyección de los deseos que no pueden alcanzarse aquí y ahora. En frase del propio Feuerbach: “el más allá no es sino el más acá enajenado”.

Esta interpretación es confirmada por Freud, aunque desde un ángulo diferente, siguiendo la línea de un estudio psicológico. Y un pensamiento análogo encontramos en el existencialismo moderno, sobre todo en el de signo ateo. Si tomamos como ejemplo a Jean Paul Sartre la muerte no es sino un hecho “casual, sin sentido”. “Con la muerte la existencia del hombre se torna definitiva, ¡pero definitivamente absurda y fútil!” ¡Filosofía realmente desoladora!

Posiblemente fue bajo los efectos de esta perspectiva existencialista de la muerte que Luis Mª Ansón, contestó a la pregunta de Gironella: “Si el ser es un ser para la nada, si el nihilismo es la verdad, si después de la muerte no hay más allá, ¿para qué seguir viviendo? ¿Por qué no el suicidio?” No son pocos los pensadores existencialistas de nuestros días que piensan muy seriamente en el suicidio como la solución más lógica a una existencia sin sentido. Pero esta posición carece de base científica. Puede decirse que la ciencia no demuestra la existencia de Dios y que tampoco demuestra la inmortalidad del alma, pero tampoco la ciencia prueba que no existe Dios o que no hay un más allá después de la muerte. La ciencia ha de apropiarse las palabras de Dubois-Reymond: “Ignoramus et ignorabimus” (ignoramos e ignoraremos).

De ahí la posición dubitativa representada en nuestros días por Ernst Bloch, ateo que no llega a conclusiones negativas absolutas. La muerte es para él una tremenda anti-utopía pero una anti-utopía que suscita grandes interrogantes, los cuales no pueden ser suprimidos a la ligera por ninguna especulación filosófica y que por otra parte han sido siempre patrimonio de las religiones. Consciente de la urgencia existencial del problema de la muerte y la supervivencia, se mantiene en la duda, recogiendo una frase de Rabelais: “Me voy a buscar un gran quizás”. Como mínimo eso ha de ser la muerte para toda persona que piensa serena, objetiva y desapasionadamente, el “gran quizás”. Si no se atreve a hacer grandes afirmaciones, tampoco puede atreverse a hacer grandes negaciones.

Muchas personas asumen una posición más “pragmática”, la del materialismo práctico, que no tiene nada que ver con el materialismo filosófico; es el materialismo fomentado por la sociedad de nuestros días, sociedad de consumo y hedonista en la que, al parecer, la finalidad suprema del ser humano es el placer. Se trata de una interpretación egocéntrica de la vida, “una cultura de narcisismo”, como señala en el título de uno de sus libros el historiador americano Christopher Lash. El afán de multitud de personas, hombres y mujeres, jóvenes y no tan jóvenes, es apurar hasta la última gota el contenido de la copa de la vida. Pero tampoco es necesario argumentar demasiado para demostrar que en el fondo de todas esas experiencias hedonistas, al final, siempre se encuentra la insatisfacción. El famoso Qoelet, del Antiguo Testamento, concluía sus vastas observaciones del mundo y de la existencia humana con una frase lapidaria: Vanidad de vanidades, todo es vanidad (Ec. 1:2). Las riquezas, los honores, el bienestar temporal, el poder, todo conduce al tedio, a la “náusea” -usando otra palabra acuñada por los existencialistas-, a la angustia.

Vivimos tiempos de crisis; no sólo de crisis económica, sino crisis de valores, lo que constituye campo abonado para evasiones degradantes de todo tipo, para depresiones profundas; sobre todo para las personas que más piensan. Es estremecedor el dato de los 13.000 intentos de suicidio juvenil que hay al año en la República Federal de Alemania. Algo va mal en la sociedad de nuestros días. Lo que va mal es que no hay respuestas a los grandes interrogantes que afectan a la existencia humana. Y entonces sólo nos queda la interpretación trascendente, la que nos dice que no todo es material y temporal, que no todo concluye con la muerte y que parece ser la reacción instintiva contra la unidimensionalidad que se defiende en nuestros días respecto a la vida humana. Ésa era la reacción instintiva que sentía Unamuno. Su razón en algún momento podía orientarle en un sentido diferente, pero había algo en su interior que se rebelaba contra todo cuanto no fuese vivir él mismo siempre, eternamente.

Últimamente se han publicado algunas obras sobre experiencias de moribundos e incluso de personas que se consideraban clínicamente muertas. Un ejemplo es el libro de Raimons A. Moody Vida después de la vida. Es verdad que las experiencias narradas en sus páginas podrían dar explicaciones que nada tuvieran que ver con la trascendencia. Pero asimismo podíamos hallar testimonios de personas documentadas que ante estos testimonios no pueden por menos que revisar sus conclusiones y suspender sus juicios negativos en cuanto al más allá de la muerte. Y no faltan quienes se apropian la declaración de Shakespeare en el Hamlet: “Hay en el cielo y en la tierra más cosas de las que vuestra sabiduría escolar puede soñar”.

Si aceptamos una interpretación trascendente de la muerte, lo que da igualmente un sentido trascendente a la vida, hemos de pensar seriamente en la opción religiosa. Algunos creen que la religión está condenada irremisiblemente a desaparecer. Pero, contrariamente a esta opción, hay un resurgir religioso en el mundo.

Lo hay en Occidente. ¿Qué significa si no, por ejemplo, ese 25% de alemanes que están interesados abierto o indirectamente en el ocultismo? ¿Qué de los descubrimientos de la psicología profunda en cuanto a la importancia de la religión para la esfinge humana? Gustav Jung atestiguaba que más de la mitad de sus pacientes adultos iban a su consulta afectados por una forma u otra de neurosis a causa de problemas existenciales, que en el fondo eran problemas religiosos.

Al hablar de opción religiosa, inevitablemente surge la pregunta: ¿Cuál? ¿Qué religión? Porque ¡hay tantas en el mundo! Si insistiéramos en la opción cristiana quizás alguien pensaría que el cristianismo ya ha pasado a la historia, que su mensaje no corresponde a nuestro tiempo. Seguramente se piensa así porque sólo se conoce un cristianismo desfigurado, un cristianismo cargado de adherencias no cristianas, que han ido acumulándose en el transcurso de veinte siglos. Y además de adherencias, inconsistencias, a veces terribles, por parte de quienes nos hemos llamado cristianos. A pesar de todo, y trascendiendo cualquier posición confesional, podemos llegar al cristianismo original del Nuevo Testamento, el cristianismo auténtico que continúa ofreciendo la interpretación más coherente y satisfactoria, tanto de la vida como de la muerte.

Hoy todo cristiano consciente, iluminado por la revelación de Dios puede decir con la misma firmeza del apóstol Pablo: No me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para dar salvación a todo aquel que cree (Ro. 1:16). Es que el Evangelio nos presenta una cosmovisión hasta ahora insuperable. Pero hemos de tomarlo en su conjunto. La visión de Dios y la del hombre hecho a imagen de Dios, pero caído. Debemos aceptar el mensaje del Evangelio acerca de Jesucristo, de su vida, de su muerte expiatoria por el pecado, de su resurrección, hecho fundamental en la realidad del cristianismo. El marxismo ha tomado del lenguaje bíblico la idea utópica del “hombre nuevo” en una nueva sociedad. El mensaje cristiano lo presenta como una realidad gloriosa, aunque una realidad en proceso. Ha empezado la nueva creación aquí y ahora en un sentido espiritual en todos aquellos que han reconocido a Jesucristo como su maestro, Salvador y Señor. De esas personas decía el apóstol Pablo: Si alguno está en Cristo, es una nueva creación; las cosas viejas pasaron y he aquí todas son hechas nuevas (2 Co. 5:17). Pero subsiste la imperfección; subsisten las limitaciones de toda índole. Por eso hablamos de una nueva creación en proceso, en avance hacia la consumación cuando Dios, de modo total y perfecto, hará nuevas todas las cosas. Entonces hallará su plenitud la vida en Cristo que ya ahora no es conducente al tedio o la náusea, sino a una vía pletórica de satisfacción regida por principios de justicia y amor.

Por eso, cuando aceptamos el mensaje cristiano en su globalidad, vemos que tanto la muerte como la vida se llenan de significado y valor. La muerte es un final, sí, pero es también un principio; es la frontera entre dos esferas de existencia, entre el más acá, y el más allá. El principio de un destino sin fin que puede ser doble, según el Evangelio. Un destino de realización gloriosa para quienes han asumido la posición que ofrece la opción cristiana. Un destino de frustración irremediable e irreversible para quienes se empeñan en seguir viviendo en su egocentrismo, menospreciando el camino de salvación ofrecido en Jesucristo.

Para el creyente la muerte está iluminada por una certidumbre gozosa y puede hacer suyas las palabras que el apóstol Pablo escribía a los corintios: Sabemos que si la casa terrestre de nuestra habitación -se refería al cuerpo físico- se deshace, tenemos un edificio eterno, hecho no de manos humanas, un edificio en los cielos (2 Co. 5:1). Esa esperanza infunde paz y gozo. No diremos que la muerte se convierte en algo atractivo, agradable. Sigue siendo, usando la palabra bíblica, un “enemigo”, y enemigo repulsivo; pero por otro lado tiene sus connotaciones positivas, porque más allá se vislumbra gloria. El gran escritor Dostolevski, en su obra Meditaciones religiosas, daba su propio testimonio y decía: “Sé y siento que mi vida se acerca a su fin, pero también siento que esta vida terrenal pasa a una vida nueva, aun desconocida para mí, pero que siento claramente, cuyo mero atisbo hace a mi alma temblar y estremecerse, llenándola a la vez de profundo entusiasmo. De pura alegría llora mi corazón y resplandece mi espíritu”. Sería con ese sentimiento que él finalizó su obra inmortal, Los hermanos Karamazov, cuya idea predominante es la de la resurrección y la vida eterna.

Esta visión no es una utopía; no es algo que se desvanece sin efectos prácticos. Ya hemos dicho que de nuestro modo de ver la muerte depende también el modo de interpretar y vivir la vida. Por eso la visión cristiana determina nuestra vida aquí y ahora. De ningún otro modo se cumple mejor la frase programática de Nietsche, “fidelidad a la tierra”, que aceptando la opción cristiana. El cristiano no dimite de sus responsabilidades humanas, familiares, laborales, sociales. ¡Cuánto debe la sociedad a lo que grandes cristianos han hecho en el transcurso de veinte siglos! La vida iluminada por la esperanza cristiana se convierte en misión, en servicio a favor del prójimo, el que está cerca y el que está más lejos, el amigo y el enemigo.

Así la muerte y la vida son iluminadas por la trascendencia cristiana. Por eso en medio de la oscuridad y la incertidumbre que envuelven a la humanidad hoy Jesucristo sigue diciendo: Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no andará en tinieblas (Jn. 8:12). Frente a toda decadencia, corrupción y muerte, de la índole que sea, Jesucristo sigue diciendo: Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá (Jn. 11:25). Quien le sigue conoce el sentido de la vida que da sentido a la muerte.

José M. Martínez
 

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