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Normandía: una reflexión más allá de la Historia

La hora “H” de Dios

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Con motivo del 80 aniversario del desembarco en Normandía, nos complace reproducir un artículo de D. José M. Martínez publicado en el año 1964 en la revista “Decisión”. El paralelo que el autor traza entre Normandía -el dia “D” de la Historia- y la salvación en Cristo -la hora “H” en la Historia de la salvación- da lugar a una reflexión de una perenne actualidad.

Normandía: una reflexión más allá de la Historia

En el transcurso de este año 1964 se ha celebrado el vigésimo aniversario del desembarco aliado en Normandía. El 6 de junio de 1944 fue no sólo “el día más largo de la historia”, sino uno de los más grandes que registran los anales de la humanidad.

Pero hubo, siglos antes, otro día infinitamente más grande, de significado y alcance incomparablemente más amplios. Fue el día en que, llegado el cumplimiento del tiempo -como dijera el apóstol Pablo-, Dios envió a su Hijo al mundo (Gálatas 4:4) para llevar a efecto la obra de nuestra salvación. Por eso la Navidad es el más trascendental de los aniversarios.

El mundo que Dios quiso librar

El estado de la mayor parte de Europa continental en el momento de la invasión, nos proporciona una ilustración del mundo al que vino Cristo. Opresión, brutalidad, sufrimiento, temor y tragedia son palabras que resumen aquella situación. Todo ello, resultado de una filosofía que halló su encarnación en un hombre y en un régimen. Las ideas del “Superhombre” preconizadas por Nietzsche fueron pábulo nefasto a la soberbia de Hitler y el nazismo, que sumieron a numerosos países en una situación de angustia indescriptible.

Mucho antes, los primeros seres humanos cayeron bajo la seducción del endiosamiento. Satanás dijo a Eva: Seréis como dioses, y Eva se lo creyó. Inducido a la desobediencia, Adán cayó también. Desde entonces, el régimen del pecado ha imperado en el mundo. Desde aquella caída, la humanidad ha ido hundiéndose cada vez más en su maldad. No sólo prescindió de Dios, sino que vino a considerarlo su enemigo. La historia que entrañan los nombres de Caín, Noé, Babel, Sodoma, Samaria, Jerusalén y tantos más, ilumina, aunque con matices muy oscuros, la tendencia de la humanidad caída y sus fatales resultados.

Hoy, a pesar de las conquistas de la ciencia, el sentido de la marcha moral del mundo no ha variado. Tampoco se han alterado las consecuencias. A causa de su naturaleza pecaminosa, el hombre vive en un estado de esclavitud espiritual. Todo aquel que hace pecado -dijo Jesús- es esclavo del pecado (Juan 8:34). Encadenado por vicios escandalosos, o sujeto por las cuerdas refinadas de pecados espirituales, el hombre es un esclavo. Y en su esclavitud morirá a meno que antes llegue un libertador.

Otra característica que distingue a la humanidad es la violencia. En este aspecto, el régimen creado por el pecado es mucho más terrible que el instaurado por la más brutal de las dictaduras. Este mal ha existido siempre; pero en lo que va del siglo (el siglo XX) parece haberse acrecentado. Las naciones siguen divididas en bloques enfrentados en un estado de guerra fría. Multitud de corazones son hervidero de resentimientos contra determinadas personas y contra la sociedad. A menudo esos sentimiento son reprimidos. Otras veces estallan de modo escalofriante. Díganlo si no, las víctimas de esas hordas de gamberros histéricos que en los países más civilizados del mundo se multiplican de día en día. ¿Estamos volviendo a los días de Lamec?

Consecuencia lógica de tal estado de cosas es la frustración a que se ve sometida la raza humana. El hombre, aun si llegara a ganar el mundo entero, se sentiría insatisfecho. Aunque se empeñe a ignorarlo, sólo cuando sean suplidas sus necesidades espirituales conocerá el verdadero significado de su vida y tendrá paz.

Se cuenta de G.K. Chesterton que, mientras viajaba en un tren, iba completamente abstraído en la lectura de un libro. De pronto, se dio cuenta de que estaba viajando. Se hallaba en el tren. ¿Qué hacía allí? ¿Adónde iba? ¡Lo había olvidado! Se apeó en la primera estación en que paró el tren y envió un telegrama a su esposa: “Estoy aquí. ¿Adónde tengo que ir?” La respuesta no tardó en llegar: “¡Míralo en el billete!” La anécdota patentiza la situación del hombre. No sabe adónde va. Lo más triste de todo, como alguien ha comentado, es que hace mucho tiempo que ha perdido su billete.

A todo lo expuesto, y a la gama inmensa de sufrimientos del hombre en la tierra, añadamos sólo, para no hacernos interminables, el temor a la muerte. Mucho de este temor se conoció durante la última guerra mundial. En la epístola a los Hebreos se nos habla de quienes por el temor de la muerte estaban toda la vida sujetos a servidumbre (Hebreos 2:15).

No se debe ese temor al simple instinto de conservación, sino a la intuición universal que ha llevado al hombre a presentir que de algún modo seguiría viviendo después de muerto. Esta intuición fue confirmada por nuestro Señor Jesucristo, quien sacó a luz la vida y la inmortalidad por el evangelio (2 Timoteo 1:10). Por su palabra, aprendemos que la muerte, en su aspecto más grave, significa la eterna separación de Dios, en una existencia de dolor y miseria.

No podía ser más sombría la situación de la humanidad. Sin embargo, mientras los hombres gemían y blasfemaban en la tierra, Dios en el cielo preparaba su intervención salvadora.

La irrupción de Dios en la historia

La invasión de Europa no fue una aventura improvisada. Menos lo fue la acción divina iniciada con la encarnación del Hijo de Dios. La gestación del plan se remonta a la eternidad, pues antes de la fundación del mundo Dios se anticipó a todos los acontecimientos que tendrían lugar en nuestro planeta y determinó su maravillosa intervención.

Dios ya había enviado sus comandos en el transcurso de los siglos. Patriarcas y profetas habían sido portavoces de su revelación redentora, y todo un pueblo, Israel, a pesar de sus infidelidades, proclamó al mundo la esperanza mesiánica.

En el momento oportuno, el Hijo Eterno de Dios tomó naturaleza humana. En la aldea de Belén, en los días de Augusto César y del gobernador Cirenio, nació Jesús. Debemos subrayar estos detalles. Lo más fundamental del cristianismo es que descansa sobre grandes hechos históricos. La revelación bíblica toma como base los grandes actos de Dios, entre los cuales descuella, precisamente, la encarnación del Verbo, seguida de su ministerio prodigioso, su muerte expiatoria, su resurrección corporal y su ascensión. Hasta ahora, nadie ha podido refutar con verdadero éxito la verdad de esos hechos, y ahí surgen como cimiento sólido de la fe cristiana.

En el nacimiento de Cristo hallamos un milagro y un misterio, el gran misterio de la piedad: Dios ha sido manifestado en carne (1 Timoteo 3:16). Eran el milagro y el misterio de nuestra salvación. El mensaje del ángel a los pastores fue: Os ha nacido hoy un Salvador. Hasta entonces la voz de la religión había estado diciendo a los hombres: “Salvaos”. Ahora el evangelio proclamaría: “Dios va a salvarnos”.

El gran holocausto

Volvamos una vez más al paralelo de la invasión liberadora de hace veinte años. De poco habría servido el desembarco aliado en las costas de Francia si no hubiese seguido el avance de las tropas hasta la conquista de todo el suelo europeo y la destrucción del régimen nazi. Esto exigió un tremendo holocausto en el que mucho millares de vidas humanas fueron sacrificadas. Pero esta inmolación era imprescindible para la victoria.

Aun siendo un acontecimiento grandioso el advenimiento de Cristo, de poco nos habría aprovechado su encarnación y su presencia en el mundo si no hubiera proseguido su obra hasta alcanzar un triunfo total sobre las fuerzas del mal y de Satanás. Este triunfo exigió la inmolación de sí mismo en la cruz de Gólgota.

En el propósito divino, el establo de Belén y el Calvario son inseparables. La encarnación y la crucifixión de Jesús vienen a ser los dos focos de la gran elipse de nuestra salvación. El Hijo del Hombre ha venido (encarnación)... para dar su vida en rescate por muchos (muerte redentora). Estas fueron sus propias palabras (Mateo 20:28). Desde entonces, millones de seres humanos le han alabado con gratitud profunda y han exclamado en su más recogida intimidad: ¡Me amó y se dio a sí mismo por mí! (Gálatas 2:20).

La gran liberación

¡Cuánto debió de significar la llegado de los ejércitos aliados para quienes sufrían los horrores de la ocupación! Pero una vez más la ilustración resulta pobre para mostrarnos la trascendencia de la gran liberación obrada por Cristo en sus redimidos.

El Salvador nos ha librado de nuestra culpa y de la condenación que merecíamos como pecadores. Mediante su muerte consiguió una perfecta propiciación de la justicia de Dios, que, con la expiación del pecado, haría posible la justificación del pecador (Romanos 3:24).

Como consecuencia, después de la angustia producida por la convicción de pecado, hemos venido a disfrutar de una paz y un gozo inefables. Justificados por la fe, tenemos paz para con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo (Romanos 5:1); en el cual (Cristo) creyendo... os alegráis con gozo inefable y glorioso (1 Pedro 1:8).

Nos ha librado del hambre y la sed espirituales, pues en El hemos hallado el pan y el agua de Vida (Juan 6:35).

Nos ha rescatado de nuestra vana manera de vivir, saciándonos con su plenitud. Con Cristo la vida adquiere nuevas dimensiones: espiritualidad y eternidad. Cristo acaba con la frustración y da a nuestra existencia verdadero sentido y dignidad.

Además, Cristo está llevando a cabo, mediante el Santo Espíritu de Dios, nuestra liberación del poder del pecado. Las grandes cadenas quedaron rotas en el instante mismo en que Cristo entró en el corazón del pecador arrepentido. Después no ha cesado la obra santificadora que tiene por objeto despojar al creyente de su hombre viejo y revestirlo del nuevo, a fin de que se reproduzca en él la imagen del que lo salvó (Romanos 8:29 y 2 Corintios 3:18).

Nuestro Redentor nos ha librado, igualmente, del temor de la muerte. Sabemos que el que en El cree no morirá eternamente. Esta acción de Cristo se consumará en el día de su segunda venida. Entonces, vencidos todos sus enemigos, ensalzará a su pueblo haciéndolo partícipe de su Reino, en la plenitud de su magnificencia, y de su gloria.

Sí, hubo un día y una hora en que Dios envió a su Hijo al mundo para hacer la obra de nuestra salvación. Se acerca el momento en que Cristo hará su irrupción final en la historia humana para consumar esa obra.

¿Historia o experiencia?

Todo lo que hemos expuesto es materia histórica, aunque los triunfos finales estén reservados para el futuro. Pero la historia debe hacerse experiencia personal en cada individuo.

Para ello es necesario apropiarse de la obra de Cristo mediante el arrepentimiento y la fe. El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios se ha acercado; arrepentíos y creed el Evangelio (Marcos 1:15). Así empezó Jesús mismo su predicación.

El arrepentimiento es un cambio de conceptos y actitudes motivado por la convicción que el Espíritu Santo obra en le mente y en el corazón. Es un reconocimiento sincero de nuestra situación miserable y una renuncia a ella. La fe es asentimiento a la revelación de Dios. Es decir sí a su palabra aceptándola como la verdad. Pero es mucho más. Es confianza en el Hijo de Dios que nos lleva a descansar plenamente en los méritos infinitos de su obra redentora. Por la fe aclamamos y recibimos a Cristo. Por la fe nos entregamos a El. Por la fe le confesamos como nuestro Salvador y Señor.

La hora “H” de Dios, con la venido de su Hijo al mundo, trajo salvación a los hombres. Es preciso, no obstante, para que esa salvación se haga efectiva que en la vida de cada persona llegue la hora de una auténtica conversión.

José M. Martínez
 

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